19 de junio de 2010

Un capítulo no incluido de "El proceso" de Kafka

Es muy común que los escritores dejen obras sin terminar al morir y es una discusión permanente si publicar las que son desechadas por él mismo o en las que considera que debe seguir trabajando. El problema con Franz Kafka es que casi toda su obra quedó inconclusa. Salvo "La metamorfosis" -de estructura perfecta- sus otras novelas no están terminadas y varias -como "América" o "El castillo" no tienen final. Muchos papeles se perdieron, incluso quemados por los nazis; otros, están desordenados por ahí o fueron ordenados caprichosamente por Max Brod, que cambió varias cosas o, lógicamente, no llegaron a ser escritos por la temprana muerte del escritor. En el caso de "El proceso" -si bien se puede leer como una novela completa- en realidad Kafka siguió trabajando en ella y no había llegado a darle su forma definitiva. Aquí presento un capítulo que no fue incluído en la versión en el libro y que podría -o no- haber integrado el cuerpo de la obra si el checo hubiera llegado a concluirla.

VISITA A LA MADRE


De repente, durante la comida, se le ocurrió visitar a su madre. La
primavera ya estaba llegando a su fin y con ella se cumplía el tercer
año desde que no la había visto. Su madre le había pedido hacía tres
años que fuese a su cumpleaños y él había cumplido la promesa, a
pesar de algunos impedimentos. Luego le había prometido visitarla en
todos sus cumpleaños, una promesa que había dejado de cumplir dos
veces. Ahora no quería esperar hasta su cumpleaños: aunque sólo
faltaran catorce días, deseaba viajar en seguida. Sin embargo, se dijo
que no había ningún motivo para salir tan rápido, todo lo contrario, las
noticias que recibía regularmente, en concreto cada dos meses, de su
primo, que poseía un comercio en la pequeña ciudad y administraba el
dinero que K le enviaba a su madre, eran más tranquilizadoras que
nunca. La vista de la madre se apagaba, pero eso, según lo que le
habían dicho los médicos, ya lo esperaba K desde hacía años, no
obstante su estado había mejorado en general, determinadas dolencias
de la edad habían disminuido en vez de agravarse, al menos ella se
quejaba menos. Según el primo, se podría deber a que en los últimos
años –K ya había advertido algo con disgusto en su visita– se había
vuelto muy piadosa. El primo le había descrito en una carta, de manera
muy ilustrativa, cómo la anciana, que antes se había arrastrado con
esfuerzo, ahora andaba muy bien cogida de su brazo cuando la llevaba
los domingos a la iglesia. Y K podía creer al primo, pues éste era
miedoso y solía exagerar en sus informes lo malo antes que lo bueno.
Pero K se había decidido a partir. Desde hacía tiempo había confirmado
en su temperamento, entre otras cosas desagradables, una cierta
inclinación a quejarse, así como una ansiedad irrefrenable por satisfacer
todos sus deseos. Bien, en este caso particular, ese defecto serviría
para una buena acción.
Se acercó a la ventana para ordenar un poco sus pensamientos, luego
mandó que se llevasen la comida, envió al ordenanza a casa de la
señora Grubach para que le anunciase su partida y para recoger el
maletín, en el que la señora Grubach podía meter lo que considerase
conveniente. A continuación, dejó unos encargos, referentes a algunos
negocios, al señor Kühne, para que los realizase durante el tiempo en
que iba a estar ausente; esta vez apenas se enojó por las malas
maneras con que últimamente recibía sus encargos, sin ni siquiera
mirarle, como si supiera de sobra lo que tenía que hacer y sólo tolerase
ese reparto de encargos como una ceremonia. Finalmente, se fue a ver
al director. Cuando le pidió dos días libres para visitar a su madre, el
director preguntó, naturalmente, si la madre de K estaba enferma.
–No –dijo K, sin más explicaciones. Permanecía en medio de la
habitación, con las manos entrelazadas a la espalda. Reflexionaba con
la frente arrugada. ¿Acaso se había precipitado con los preparativos del
viaje? ¿No era mejor quedarse? ¿Quería viajar sólo por puro
sentimentalismo? ¿Y si por ese sentimentalismo descuidaba algo allí,
por ejemplo perdía una importante oportunidad para actuar, que,
además, podía surgir en cualquier momento, sobre todo ahora, cuando
el proceso, desde hacía semanas, no había experimentado cambio
alguno y no había surgido ninguna noticia referente a él? ¿Y no
asustaría a la pobre mujer, ya mayor? Eso era algo que no pretendía en
absoluto y, sin embargo, podía ocurrir contra su voluntad, pues ahora
muchas cosas ocurrían contra su voluntad. Y la madre tampoco había
manifestado su deseo de verle. Antes, en las cartas de su primo, se
habían repetido regularmente las urgentes invitaciones de la madre,
pero desde hacía un tiempo se habían interrumpido. Así que por la
madre no iba, eso estaba claro. Si iba, no obstante, por alguna
esperanza referida a él, entonces era un completo demente y allí, en la
desesperación final, recibiría la recompensa por su demencia. Pero,
como si estas dudas no fueran las suyas propias, sino que intentasen
convencer a gente extraña, mantuvo, al despertar de su ausencia
mental, la determinación de viajar. El director, mientras tanto,
casualmente o, lo que era más probable, por especial consideración a
K, se había inclinado sobre el periódico, pero ahora elevó los ojos,
estrechó la mano de K y le deseó, sin plantearle más preguntas, un
buen viaje.
K esperó en su despacho al ordenanza paseando de un lado a otro,
rechazó casi en silencio al subdirector, que quiso entrar varias veces
para preguntarle por los motivos de su viaje y, cuando al fin tuvo el
maletín, se apresuró a llegar hasta el coche. Se encontraba aún en la
escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych con una carta en
la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K. Éste le
rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio y
cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el papel
dando unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó tanto
que, cuando Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la carta y la
rompió. Cuando K se volvió ya en el coche, Kullych, que probablemente
aún no había comprendido el error cometido, permanecía estático en el
mismo sitio y miraba cómo se alejaba el coche, mientras el portero, a
su lado, se quitaba la gorra. Así que K aún era uno de los funcionarios
superiores del banco, el portero rectificaría la opinión de quien lo
quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y a pesar de todos sus
desmentidos, por el director del banco y, eso, desde hacía años. En su
opinión jamás descendería de rango, por más que su reputación
sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo antes de salir se
hubiera convencido de que aún era un funcionario que incluso tenía
conexiones con el tribunal, podía arrebatar una carta y romperla sin
disculpa alguna. Pero no pudo hacer lo que más le hubiera gustado, dar
dos sopapos en las mejillas pálidas y redondas de Kullych.

2 comentarios:

Detaquito dijo...

http://img535.imageshack.us/img535/1063/73922002.png

:O

mañana leo la columna, ya que ahora me las tomo!
Pero queria informarte no ñpude acceder a ella por ese minusculo inconveniente...

Alvaro Fagalde dijo...

No existo, evidentemente.
Desde que vi el final de Lost, tengo ciertas dudas sobre mi blog, mi PC y mi propia existencia.
Justo iba a empezar a leer un libro de cuentos de Philip K. Dick, como para que mi paranoia sea completa...