24 de noviembre de 2012

Heinrich Böll: Aquellos días en Odessa

Heinrich Böll (1917-1985) fue premio Nobel en 1972 y su novela más famosa fue "Opiniones de un payaso" (1963). Un poco olvidado, Böll fue junto a Gunter Grass, el más lúcido cronista de la difícil post guerra alemana, luego del nazismo y la derrota en la Segunda Guerra Mundial. 

Poseedor de un estilo único, técnicamente sobrio y sencillo pero hábil para atacar a la hipocresía y la miseria humana de una manera que no se puede denominar de otra forma que "germánica". Éste breve texto es una muestra de su talento.  




Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y 
ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. 
El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acordábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos 
hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.
El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos «comando Seltscbáni*, y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. 
Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos. 
No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber 
páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda cubierto por los escombros...
Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío. 
De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban «El sol de México». 
Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales tenían mujeres con ellos. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.
Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto 
industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.
De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo 
el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos a dónde mirar.
Las salchichas eran grasas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.
Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas a fuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban «El sol de México». Uno que estaba junto al mostrador, cabo 
primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. 
El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.
- Hemos de brindar a su salud dijo Erich, golpeándonos con la rodilla.
Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono:
-A su salud, cabo...
Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:
-A su salud, soldados...
El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.
El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vendernos algo. Nos preguntó de dónde veníamos y a dónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. 
Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas... 
Ninguno de nosotros quería venderse el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le pregunté a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, 
dijo que eran cosas malas y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.
El cabo nos dijo que doscientos cincuenta era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.
Dos de los soldados que cantaban antes «El sol de México» se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.
La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos aún cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasa y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos «El sol de México»...
A las seis, nos hablamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. 
Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones por la carretera empedrada. Hacia frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca...

20 de noviembre de 2012

Luis Alberto Spinetta, nada menos

Para mí es increíble y si me lo hubieran dicho en Noviembre de 2007, hubiera apostado que era imposible: este blog cumplió cinco años y nunca hubo una entrada dedicada a Luis Alberto Spinetta. ¿Qué explicación puedo dar a eso?

Poseedor de un estilo propio, inconfundible, diferente a todos los demás, Spinetta (1950-2012) fue, seguramente, el primer músico de culto del Río de la Plata. A pesar de "Muchacha ojos de papel" y "Tema de Pototo" (mal llamado "Para saber lo que es la soledad"), el Flaco nunca tuvo audiencias masivas ni, mucho menos, una presencia digna en los grandes medios, siempre mucho más inclinados a preocuparse de los Luis Migueles y Diego Torres de este mundo. 

A diferencia de lo que suele creerse, su música ha variado -y experimentado- constantemente, aunque siempre volvió a lo que se podría llamar el "rock spinettil clásico", que es muy distinto a cualquier otro. Casi siempre utilizó una poética bastante elusiva -satirizada por Capusotto en el personaje de Luis Almirante Brown- y un invariable buen gusto armónico, quedará por siempre como un ejemplar único e inimitable, que jamás cayó en la menor concesión comercial.   



BLUES DE CRIS

POST CRUCIFIXION

LA PELICANA Y EL ANDROIDE 

POBRE AMOR, LLÁMENLO 

ASÍ NUNCA ENCONTRARÁS EL MAR

JARDIN DE GENTE


Habrá más entradas dedicadas a la música del Flaco, por supuesto.

13 de noviembre de 2012

Cine: Historia Ilustrada 32

LA NOUVELLE VAGUE (2): ROHMER, CHABROL, MALLE

Los jóvenes que traerían tantos cambios en el cine francés y por extensión, en el mundo entero, armaron bastante revuelo en la industria, criticando duramente a los directores (y libretistas) más prestigiosos, llegando al borde del insulto personal, pero no eran revolucionarios. Muy poco tiempo, los veríamos plenamente integrados a la misma industria nacional, filmando con las principales estrellas (jóvenes) y con los presupuestos más generosos volcados a ellos, en detrimento de los Carné, Autant Lara, Duvivier y tantos otros que vieron perder definitivamente su posición.

En rigor, de los ciento y pico de nuevos realizadores que obtendrían su oportunidad para debutar en la dirección había -naturalmente- un enorme porcentaje de mediocres sin talento. De entre los que sí llegarían a cuajar una carrera apreciable, no había mucho más en común que la corta edad, algunos enemigos en común y una voluntad por agilizar la imagen y el relato cinematográfico, sintonizando con un público que iba a las salas mucho más joven de lo que productores y críticos estaban acostumbrados. Frente a la experimentación rabiosa de un Godard, estaba el formalismo intelectual de Resnais o la ternura de Truffaut. Hubo otros directores importantes en esa Nouvelle vague que no era estrictamente un movimiento artístico.

Poco se sabe aún hoy en día de la vida de Eric Rohmer (foto 1). Nacido aparentemente en 1920, comenzó como muchos otros en la revista Cahiers du cinema, donde fue el segundo de su fundador André Bazin, demostrando pronto su autoridad personal y su voluntad solitaria. Casi nunca trabajó con grandes estrellas, aunque tuvo fidelidad con actores como Fiodor Atkine, Arielle Dombasle y Marié Riviere y fotógrafos como Nestor Almendros. Debutó en el largo con "El signo del león"(1959), una comedia melancólica pero recién en 1967 con su segundo largometraje "La coleccionista" y con el tercero "Mi noche con Maud" (1969) es que conoceremos su verdadero estilo. 

El cine rohmeriano es un cine de anécdotas leves, pudorosas, de personajes observados en su cotidaneidad, en su comunicación -e incomunicación- con sus semejantes. A diferencia de lo que suele pensarse no siempre se habla extensamente y no sólo del amor. Con el correr de los años tendió a simplificar cada vez más su estilo, con una trabajadísima naturalidad, con actores desconocidos y jóvenes, aunque hay variaciones en sus dos últimas películas, antes de fallecer en 2010, sin dar muestras de decadencia.

Louis Malle (1932-1995) (foto 2) es más bien un director por fuera de la nueva ola, coincidente con ella en el tiempo. Comenzó en el cine de una manera muy singular: como camarógrafo de los documentales marítimos del recordado Jacques Ives Cousteau, incluyendo "El mundo del silencio" (1956), ganadora de la Palma de Oro, un gesto insólito en el momento. En 1957 realizó un ingenioso policial "Ascensor para el cadalso" con música improvisada por el gran Miles Davis y provocó un gran escándalo al año siguiente con "Los amantes", protagonizada por Jeanne Moureau, su esposa en aquel momento, donde un adulterio era mostrado como una opción deseable más que un pecado y se mostraba el placer sexual de la protagonista, aunque fuera solamente a través de su rostro.

Malle continuaría con una carrera irregular, donde alternaría tanto éxitos ("Soplo al corazón","Atlantic city") como fracasos ("El ladrón, "La bahía del odio"); películas caras ("Viva María", "Pretty baby") con producciones modestas ("Calcuta", "Mi cena con André), varias mediocridades con un cine valioso ("El fuego fatuo" (foto 3), el mencionado documental "Calcuta", más cerca en el tiempo "Adiós a los niños"). Sin ser poseedor de un estilo reconocible, Malle demostró ser un realizador mucho más inquieto de lo que se suele reconocer, aunque haya sabido manejarse mejor que muchos otros con la industria, tanto la de su país natal, como la Hollywood, donde trabajó entre 1978 y 1986   

Fragmento de "Los amantes" (1958) de Louis Malle

Fragmento de "Zazie en el metro" (1960) de Louis Malle

Fragmento de "La coleccionista" (1967) de Eric Rohmer

Fragmento de "La panadera de Monceau" (1958) de Eric Rohmer

Claude Chabrol (foto 4) se casó muy joven con una chica de familia acaudalada y pudo ingresar fácilmente a la realización de películas, su gran pasión. Había escrito, poco antes, un librito junto a Rohmer donde quizás por primera vez se reinvindicaba a Alfred Hitckcock como un maestro del cine y no como un artesano de películas de suspenso, tal como era la opinión mayoritaria. 

Sus dos primeros largometrajes ("El bello Sergio" (1958) (foto 5), "Los primos" (1959)) eran ingeniosos y propios del estilo ágil y juvenil que mayoritariamente estaban imponiendo sus colegas de Cahiers en la época, pero pronto se decantaría por un género cinematográfico que no se puede definir de otra manera que como chabroliano: intrigas semi policiales, generalmente centrados en personajes -principalmente familias- de la burguesía de provincias, que suele ocultar pecados inconfesables, adulterios y violencias soterradas. 

Gran creador de personajes, ingenioso, minucioso observador de conductas, este director prolífico (completó más de 50 largometrajes hasta su muerte en 2010) fue probablemente quien tenía menos inquietudes artísticas -con y sin comillas- pero fue capaz casi siempre de presentarnos un cine disfrutable, inteligente y respetuoso de su espectador.  

Fiel a su estilo personal, sin embargo fue capaz de no repetirse nunca -jamás realizó una remake de sus films, como han hecho muchos otros- buscando nuevas vueltas de tuerca a sus intereses, combinando películas graves y trágicas con comedias u obras más ligeras. En sus primeros 15 años trabajó con su segunda esposa, la excelente Stephane Audran y en los últimos años tuvo a la no menos excelente Isabelle Hupert como musa inspiradora, aunque se puede decir que todos los grandes del cine francés actuaron para él.  


Fragmento de "Doble vida" (1960) de Claude Chabrol