25 de marzo de 2011

El séptimo item del menú II

Cuando Ivo inclinó su cabeza sobre el costado de una mesa y su amigo le puso un extraño artefacto metálico sobre su cara cubriéndola casi totalmente, comenzó a pensar que probablemente no sería tan buena idea haber comenzado el análisis enseguida. Se preguntó si dolería, aunque no se atrevió a decirlo directamente. Tuvo vergüenza de que Silvia pensara que era un cobarde.

En realidad fue aburrido. Tuvo que esperar un rato que le pareció como una hora hasta que Christian le dio el resultado.

-Podemos obviar algún error en alguna coma, pero básicamente se puede decir que tenés el 35 % de tu cerebro mecánico.

-¿Y éso es mucho?.

-Realmente, es muy poco común.

-¡Ay, mi Dios!.

-No te pongas mal –intervino Silvia- por favor.

-No hay una cifra promedio porque hay gran variedad de casos, pero lo que yo he visto y leído en la red es que a la mayoría de los que combaten le ponen un 10 o un 11 %, así tienen habilidades programadas en memoria y habilidad para combatir y nada más. Intentan que tengan todas las virtudes de los humanos y, al mismo tiempo, ventajas en la guerra desarrolladas en laboratorios.

-¡Qué hijos de puta!.

-Sí, pero no está seriamente demostrado que hayan podido conseguirlo en la práctica –siguió Christian.

-Además, no te olvidés que van ganando los humanos –agregó Silvia.

-Vos sabés cómo empezó todo ésto hace 150 años. Ellos quisieron dominar a los humanos diciendo que eran una raza superior física y mentalmente. Pero siguen perdiendo la guerra.

-A esta altura no estoy tan seguro de quiénes somos “nosotros” y quiénes son “ellos”.

-Bah, Ivo. Cada uno es lo que es. Todo éso es relativo: no te olvidés que en la Segunda Guerra Mundial había alemanes que no eran nazis y había norteamericanos nazis. Ninguno de nosotros va a ir a combatir, sólo vamos a esperar a ver quién gana.

-¿Te da lo mismo que la guerra la gane cualquiera?.

-¿Y por quién querés que vaya a pelear?. ¿Por el bando mío o por el de mi hermana?. ¡Dejate de joder!.

-Para vos es fácil. Para mí no son lo mismo; yo creía que estaba luchando en mi puesto de trabajo por la causa humana y me vengo a enterar que soy del enemigo.

-No seas boludo. Vos no podés ser enemigo de vos mismo ni, menos aún, podés ser enemigo de tus amigos. Dejate de pensar en términos de enemigos, haceme el favor. Te estaba diciendo que la mayoría de los soldados androides tienen sólo un 10 % del cerebro automático. Algunos que trabajan en fábricas, o cosas así, incluso menos. Y quienes tienen responsabilidades o cargos de tomar decisiones son los que pueden tener hasta un 25 %.

-¿Y entonces, yo?.

-Tendría que buscar en publicaciones científicas, pero no hay muchos casos como el tuyo. Fijate que Silvia me había sorprendido porque tenía el 20 % exacto.

-¿Y qué funciones del cerebro pensás vos que tiene él automatizadas? –preguntó Silvia.

-Eso me llevará mucho más tiempo y no sé hacerlo bien, todavía. Entendeme, es un caso poco común. Nunca había visto algo así.

-¿Qué decís, Ivo, no te parece que tendrías que conocer tu programación?.

-No sé, realmente todo está pasando demasiado rápido para que yo lo comprenda.

-Claro que quiere, Silvia. Pero vamos a dejar a nuestro amigo que descanse. Acordate vos todo el tiempo que te llevó acostumbrarte. Dejémonos por hoy de tanto cálculo y llevátelo a la cocina y hacele un café. A menos que quiera una lata de aceite.

-No me tomés el pelo.

-Fue una broma, Ivo. No te castigués, quedate tranquilo que ya te vas a acostumbrar, vas a ver.

El resto del día pasó sin novedades. Los tres almorzaron y mientras Ivo dormía una siesta, su amigo seguía trabajando tal como era su rutina y Silvia hacía las cosas de la casa.

Al despertar quiso salir a caminar para ver si era posible intentar volver a trabajar y seguir con su vida lo más normal posible.

Pero a los otros dos no les pareció buena idea. Convencieron a Ivo de que lo mejor sería que Silvia lo averiguara disimuladamente y volviera ella con las buenas noticias, por seguridad.

Un par de horas después llegó tranquilizando a Ivo, confirmando que no había ningún problema en todos los lugares a los que había ido. En su trabajo, solamente estaban molestos porque él no había comunicado la enfermedad que Silvia les había convencido que tenía, pero todo se podía arreglar con tres palabras. E Inés sólo le dijo que le había llamado un par de veces, pero no le había dado mayor importancia al hecho de no encontrarlo.

Él dormiría ahí esa noche; volvería a su vida habitual al otro día disimulando lo mejor posible y más adelante se sometería a exámenes más completos para afinar el diagnóstico de su condición que sólo ahora había conocido.

Todo parecía estar bien.

Pero un dolor insoportable le hizo despertar. Estaba sudando increíblemente.

Se sentó en la cama, incapaz de reconocer el origen de su sufrimiento. Miró el reloj y comprobó que hacía apenas unos segundos que eran las cuatro de la madrugada.

Casi no recordaba haberse dormido. Su dolor se estaba calmando rápidamente, pero le pareció significativo que se hubiera despertado a una hora tan exacta.

Se levantó. Se vistió rápidamente pero con suaves movimientos. Caminó hacia la salida de la casa, sacó del bolsillo derecho de su pantalón un alambre y, sin dudar, improvisó una ganzúa que le permitió irse.

En el pasillo, antes de llegar a la puerta de calle, estaba Héctor, el novio de Christian, que lo miró sobresaltado. Ivo siguió andando hasta él y apenas se encontró frente a él, lo derribó de un derechazo terrible.

Salió caminando, casi tranquilamente, y tomó un taxi hasta la casa de Inés.

Hacía tiempo que tenía las llaves de la casa, autorizado por sus padres. Entró a su cuarto, prendió la luz y la llamó suavemente.

Ella se sobresaltó, por supuesto, pero le hizo señas de que se tranquilizara.

-¡Mi amor!. ¿Qué hacés acá?. ¿Qué te pasa que venís a esta hora?.

-Quedate tranquila. No me pasa nada.

-¿Qué te está pasando en estos días que nunca te encuentro?.

-Ya te voy a explicar. Contestame una cosa antes: ¿se comunicó Silvia contigo ayer?.

-¿Qué Silvia?.

-Ta, dejá. Es lo que me imaginé.

-¿Cuál Silvia?. ¿Tu compañera de trabajo o la hermana de tu amigo?.

-Ya no importa. Lo mejor para los dos es que me vaya por un tiempo.

-No, esperá. No te vas a ir a esta hora. Quedate a dormir conmigo y mañana me contás qué te pasa.

-No puedo, Inés. Te repito que lo mejor es que no sepas nada. Ya voy a arreglar todo, quedate tranquila.

-Ivo, no me dejés así.

-No, es sólo por unos días. Confiá en mí.

-Yo confío en vos. Sos vos el que tiene que confiar en mí. Si no querés contarme el lío en el que te metiste, bueno, vos sabrás lo que hacés. Pero lo único que te pido es que no desaparezcas, mi amor.

-Nos volveremos a ver lo antes posible.

-¿Dónde?.

-Yo te voy a mandar el mensaje que vos sabés para encontrarnos en nuestra esquina.

-Ta, entiendo, pero por qué hablás así en clave. ¿Tenés miedo de que nos estén grabando?.

-No, pero no sería de descartar. Adiós, Inés. Dame un beso.

Volvió a la calle, preocupado de alejarse de la casa de su novia lo antes posible, temiendo pensar en que era probable que ya no la viera nunca más.

Mientras caminaba, se emocionaba con el amanecer. Hacía varios años que no lo veía y le hizo bien como nunca antes. No podía ser una máquina. Había en él algo distinto de un lavarropas o una tostadora.

Pero, lamentablemente, tenía que interrumpir sus emociones para intentar comprender su programación.

Era evidente que no había huido de la casa de su amigo por alguna razón concreta. No había razonamiento lógico que justificara su actitud. Tenía que estar programado para éso.

¿Pero por qué?. ¿Por qué escaparse del único lugar seguro que tenía?. Él había ido ahí, adonde había pasado tantos buenos ratos en tantos años que se conocían. ¿Cómo lo iba a justificar?.

¿Por qué había golpeado a Héctor?. Nunca le había hecho nada. Nunca le había pasado de tener una reacción tan espontánea. No recordaba haber pensando ni por una fracción de segundo la posibilidad de pegarle.

Estaba obedeciendo a algo que no podía controlar. Ésto estaría escrito en su programación. Lo tenía que hacer y punto.

¿Qué más tendría que hacer?. ¿Cuál era su función?. ¿Para qué estaba programado?.

¿No estaría autodestruyéndose?. ¿No le habrián introducido una rutina para eliminar el instinto de supervivencia humano?. ¿Tendría en realidad algún instinto animal?. ¿No sería más libre la araña que acababa de pisar?.

Se detuvo. Aspiró con todas sus fuerzas, no podía respirar.

Todo era cierto. ¿Cuánto es 1578,147 dividido 44? –se preguntó -35,866977272 y sigue el ciclo de 72 hasta el infinito.

Se sentó en un muro en Agraciada y San Quintín. Trató de concentrarse. Cerró los ojos y pensó en que la oscuridad era una pantalla negra. Imaginó otra cuenta e intentó que los números se visualizaran.

-Ahora hago el inverso de esa cifra- pensó.

Trató de colocar en su visión un 1 y siguió imaginando el signo de división y el resultado de la cuenta anterior. El producto era obvio, cualquiera podía darse cuenta que eso daba 0,0278807994439047820006628026413256 pero los números surgían invisibles en su mente. Sólo después él los introducía en su imaginaria pantalla.

-Bueno, espero que ésto mejore con el tiempo. No tiene sentido una computadora que no tenga dispositivos de salida.

Pero él no era una computadora, era un robot. O una especie de armatoste con alguna función desconocida. Y probablemente, fabricado para que nunca hubiera tenido conciencia de su naturaleza artificial.

-Pero la tengo –se contestó.

Sin embargo, muchas cosas, demasiadas, seguían sin tener sentido. Si era un androide, no podría haber sido programado para intentar ser reclutado en el ejército contrario. ¿O su asma también había sido creada por un ingeniero?.

¿Y si en realidad, fuera un espía de los androides?. No, no pondrían a alguien tan poco dotado para las aventuras como él.

¿Alguien había creado lo que sentía por Inés?. ¿Cuando le hacía el amor, estaba ejecutando un programa?.

No sabía si reír o llorar. Pero tenía que seguir lúcido, no podía dejarse llevar por las emociones. Tenía que creer que su conducta tan extraña de esta madrugada tenía que tener algún propósito. Recordó que una de las máximas robóticas era que ningún robot podía hacerse daño a sí mismo, aunque lo quisiera.

Pero éso lo había imaginado un antiguo escritor de ciencia-ficción. No el diseñador verdadero de ellos.

-O nosotros, mejor dicho.

Nunca se podría acostumbrar a pensar en “nosotros” cuando se refiriera al enemigo. Pero él era el enemigo. ¿Cómo podía haber sentido una cosa y haber sido siempre lo contrario?. ¿Él ahora iba a desear la muerte de la gente que quería?. ¿Cómo podía estar del lado del mal?.

Pero no hay enemigos sino bandos, le había dicho Christian. Pero él no era ya su amigo. Le había mentido. ¿O sólo le había mentido Silvia?. No tenía sentido, ¿por qué ella que sí era un androide y no él, que era un humano?.

No se había equivocado. Sus instintos, o como se llamaran de ahora en más, le habían salvado. Hizo bien en escaparse y en confiar en ellos, aunque no tuviera ninguna lógica su acto.

No, no había confiado en nada. No había tenido ninguna opción. Se vio obligado a hacer lo que hizo.

Quizás lo hizo dirigido por alguien a distancia. Quizás siempre había tenido programada esa acción desde que nació. O desde que lo armaron en alguna fábrica en otro continente.

Vomitó dificultosa, largamente. No podía dejar de ser un humano. Sufría, seguía pensando en lo que tenía que hacer, se ponía nervioso. Definitivamente no era una aspiradora, como se decía de ellos en la calle.

¿O así serían los modelos más avanzados?.

Había llegado hasta General Hornos y una callejuela de la que nunca había sabido el nombre. Acá era un lugar bastante seguro para los fuera de la ley, como él.

Necesitaba café. Hizo algo parecido a lo del día anterior: desayunó y leyó la prensa. Buscó su nombre. Buscó noticias.

El equipo era lento. El monitor estaba demasiado sucio y mal sintonizado, pero se sintió tranquilo. Sabía bien que la Vigilancia Especial de Guerra no se atrevería a sobrepasar Garzón.

Nada. No había novedades. Avances del ejército en un continente y retrocesos en el otro. Decenas de resultados de fútbol imposibles de recordar. Todo seguía siendo la misma amenazadora rutina.

Tuvo una idea: podía llamar al trabajo desde ahí. El teléfono era bastante anticuado como para que fuera difícil rastrearlo, si es que lo intentaban. Probablemente, por esa misma razón tenían ese modelo.

Sabía en quien podía confiar. Había un compañero ya veterano, que siempre había tenido posiciones escépticas sobre la guerra, aunque a su alrededor todo el mundo se abalanzara sobre las novedades del día. Él, sin embargo, tenía la extraña posición de que no había mucha diferencia entre ambos bandos y no le importaba un pito quien ganara finalmente.

-Sí, con Gonzalo Serrano, por favor.

-Enseguida.

Ivo se puso contento. No habían podido reconocerle la voz. Evidentemente, había hecho bien en ir a ese bar.

-¿Ivo?. ¿Qué te pasa, botija?. ¿Qué te creés que estás haciendo?.

-¿Por qué?.

-¿Cómo por qué?. ¡Hace dos días que no venís y no avisaste nada!. Acá la yegua te quiere matar.

-¿Cómo que no avisé?. Yo mandé el formulario como siempre.

-¿Lo qué formulario?. Acá no recibimos nada.

-¡Pah!, no me digas que está el que te jedi en la recepción.

-¡Uy, cierto!. ¡Seguro que otra vez hizo lo mismo!.

-El boludo soy yo. Sabía que estaba él atendiendo las certificaciones y la mandé igual. Tendría que haber llamado a la mina y decirle que le daba yo mismo el papel.

-No te preocupés. Yo hablo con ella. ¿Cuándo volvés?.

-Si el médico me da el alta, mañana mismo.

-Al final, ¿qué fue lo que te pasó?.

-Ni me hablés, estaba tirado en la calle arreglando el ciclomotor y me estacionaron al lado. Me pisó la mano y me rompió dos dedos.

-¡No puedo creer!. ¡Qué increíble!. ¿Y le sacaste algo al pelotudo?.

-Pelotuda. Era un minún. Creo que me va a pagar la semana que viene.

-Tenés que hacer que te llene el banco personal.

-O yo le voy a llenar otra cosa.

-¡Ja!. Estás para la joda, gurí. Quedate tranquilo que yo te arreglo las faltas con la yegua.

-Mañana te busco y te imprimo una copia del formulario.

-No seas pelotudo. No imprimas nada. Vení a laburar mañana de una vez, dejate de joder, que tenemos varias entregas atrasadas.

-Quedate tranquilo. Te agradezco mucho, Gonzalo.

-No tenés por qué, guacho.

Colgó aliviado. Todo había salido mejor de lo que pensaba. Estaba cansado de escaparse de todo y de todos, temiendo en todo momento no sabía por qué. Al otro día iría a trabajar, pasara lo que pasara.

Pero Gonzalo Serrano no le había dicho nada que le inquietara. Todo parecía seguir normal. Confiaba en él. No fingiría que la rutina de la empresa no se había revolucionado por la sospecha de que un empleado joven había resultado ser un androide.

No podía seguir pensando en éso. Tenía que preocuparse de cosas más urgentes. Como, por ejemplo, dónde quedarse a dormir. No podía confiarse yendo inmediatamente a su departamento. Tenía que esperar unos días hasta saber exactamente cuál era la situación y si pudiera seguir viviendo normalmente.

No, ya no podría ser igual su vida.

Se le ocurrió la idea de ir a la casa de Walter, el hermano de Inés. Sería un buen lugar para esconderse porque él era uno de los escasos opositores a la guerra que conocía. Recordaba claramente varias discusiones que habían tenido donde Ivo le había reprochado que con la actitud de los que pensaban así, ayudaban a la derrota de la causa humana en América.

¡Qué irónicas pueden ser las vueltas de la vida! –pensó.

No le iba a decir toda la verdad al llegar, tenía que buscar una buena excusa para poder quedarse un tiempo que Ivo calculaba en una semana como mucho, sin que él o su familia sospechara que algo había cambiado.

Probablemente, además, él podría informarle mejor que cualquier otro que conocía, si alguien lo estaba buscando. Siempre había sospechado que Walter tenía contactos clandestinos que ahora podrían ser muy útiles.

Podía confiar en él. Seguía teniendo en la cabeza, permanentemente, la huida de la casa de Christian. No había tenido ningún motivo concreto ni podía probarlo, pero estaba totalmente seguro que él le había querido traicionar. Nunca había estado más seguro de algo en su vida. No era una intuición o una sospecha. En aquel momento supo que tenía que hacer lo que hizo.

Pero en la casa de su cuñado se sintió mucho mejor. Dio la excusa mal improvisada de alguna inundación en su departamento pero él pareció no necesitar más.

Walter vivía con su esposa Patricia, y Gastón, el hijo de ambos. Éste era un poco particular. Walter nunca había permitido que calcularan su cociente intelectual, a pesar de que todas las maestras le mandaban mensajes repitiéndole que perdía el tiempo en la escuela y que tenía que ser tratado como el superdotado que era y no como un niño común.

Ivo durmió largamente la siesta. Estaba realmente agotado y hacía mucho que no dormía tan en paz. Patricia lo despertó amablemente para la cena. Era una mujer comprensiva y tolerante con los caprichos e ideas de su esposo. Y también con sus amistades.

Durante la comida, hablaron solamente de tonterías. Él le contó que había llamado a Inés, tranquilizándole que no hubiera problemas entre ellos. Ivo prometió verla el fin de semana, aunque no dijo que ya ni recordaba bien qué día era. Ellos parecían estar sinceramente muy alegres de tenerlo en casa. Incluso le ofrecieron que Inés podía quedarse junto a él en el dormitorio de invitados.

-¿Te animás a leerle vos un libro a Gastón para que se duerma?.

-Sí, no hay ningún problema –contestó Ivo.

Él no era especialmente hábil para atender a los botijas y frecuentemente, se quedaba como un bobo, sin saber qué decirles. Y con el hijo de su cuñado, le pasaba éso en todo momento.

Seguramente sería porque el niño siempre parecía saber qué decir. A Ivo le molestaba ligeramente su exagerada suficiencia. Siempre le había parecido que era la madre quien vivía empeñada en que su único hijo se luciera como una estrella excepcionalmente inteligente. Que no le dejaba vivir una vida normal como el niño de 9 años que aún era, aunque le parecía simpático el hecho de que siguiera necesitando que le leyeran un cuento al ir a la cama. Como buenos burgueses cultos, preferían los libros en papel a los CD-roms.

-¿Qué querés que te lea, Gastón?.

-Me están leyendo éste. Ahí está puesto el marcador donde dejó mamá anoche.

-¿Qué libro es éste?.

-“Lógica” de Ludwig Wittgenstein.

-¿Y vos leés ésto?.

-Bueno, prefiero a los franceses: Deleuze, Foucault. Derrida, incluso. Pero Wittgenstein tiene algunas ideas bastante interesantes.

-No puedo creer que a tu edad te pongas a leer a estos tipos en la cama.

-Bueno, en la cama y levantado. ¿Vos qué leías a mi edad?.

-Y... yo que sé. Como todo el mundo: historietas, Julio Verne, Salgari, Alejandro Dumas. Cosas así.

-Uh. Éso lo voy a poder leer recién después de los 20 años, cuando ya esté recibido de algo. Mientras tanto tengo que leer las cosas que no entiende ningún niño.

-¿Quién te dice éso?.

-Y, todos. Mis padres, la maestra, los abuelos. Todo el mundo me rompe los cocos con lo inteligente que soy yo. No sé cómo me permiten jugar al basquetbol.

-¿Y a vos que te gustaría leer?.

-Hay filósofos que valen la pena. A papá no le gusta que lea a Nietzche, porque dice que fue nazi pero no me hace problemas si leo a Heidegger. Contradicciones del mundo adulto, ¿no?. Reconozco que hay temas ontológicos y éticos que me parecen apasionantes y tengo algunas ideas al respecto. Lo que me molesta es que la gente me ponga en una jaula de cristal cuando me interesa esas cosas.

-¿Te ponen en qué?.

-Dejá, Ivo, era una metáfora.

Se resignó y le tuvo que leer todo un capítulo del libro de ese autor del que nunca había oído hablar, con evidentes dificultades en algunos términos lógicos que, pacientemente, Gastón corregía. Finalmente, llegó un momento en que el cansancio del niño pudo más que la molestia de escuchar tan mal pronunciados determinados enunciados importantes y se durmió.

Ivo Mantero comprobó que sus futuros cuñados también se habían acostado y se aprontó a intentar dormir antes de presentarse a trabajar por primera vez en su nueva condición.

En realidad, nada había cambiado en él. Seguía siendo el mismo, sólo que ahora lo sabía.

El día de trabajo fue casi rutinario. Sólo tuvo que soportar las bromas obvias de una situación tan poco común como la de un funcionario que faltara a su sector. La medicina moderna preveía cualquier posibilidad de enfermedad orgánica y sólo uno de los infrecuentes accidentes como el que había alegado él, podía justificar algo así.

Pero Ivo no pudo encontrar ningún signo de sospecha en el movimiento de la empresa, pese a que durante todo el día tuvo una actitud recelosa. Finalmente, pudo salir a la hora correspondiente con una inesperada sensación de alivio.

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