24 de enero de 2009

"Cosecha roja" de Dashiell Hammet (fragmento)


Dashiell Hammet (1894-1961) es uno de los inventores de la novela negra, esa división del género policial que oponía la critica social, la violencia, la acción, la suciedad y la ironía que los Conan Doyle y las Agatha Christie jamás hubieran permitido en sus cerebrales y burguesas intrigas.
Fue obrero y detective privado antes de comenzar a escribir en publicaciones baratas. Participó en ambas guerras mundiales, se afilió al Partido Comunista norteamericano y pasó 6 meses en la cárcel por haber permitido huir al exterior a cuatro integrantes del partido.
Su estilo seco, duro, sarcástico y entretenido hizo escuela en la novela policial. Sus obras más recordadas son: "El halcón maltés", "El hombre delgado", "La llave de cristal" y esta "Cosecha roja", la más original e intensa. Basta con leer el comienzo para comprender el porqué de su fama.


COSECHA ROJA (Fragmento)

  1. Una mujer vestida de verde y un hombre vestido de gris

En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo de nombre Hickey Dewey que llamaba Poisonville a la ciudad de Personville. Tenia la costumbre de convertir las erres en diptongos, así que me importó poco su manera de nombrar la ciudad. Luego volví a oír el mismo nombre de boca de hombres capaces de pronunciar bien la erres. Lo tomé como una muestra más del humor vulgar que anima los retruécanos propios de la jerga de los bajos fondos. Unos años después fui a Personville y comprendí el exacto significado de esta palabra.

Utilizando uno de los teléfonos de la estación llamé a Donald Willsson al Herald para decirle que acababa de llegar.

—¿Podrá venir esta noche a mi casa a las diez? —tenia una voz agradable pero seca—. La dirección es Mountain Boulevard, 2.101. Coja un tranvía en Broadway y bájese en la confluencia con Laurel Avenue y camine dos manzanas en dirección oeste.

Le prometí que iría. Fui al hotel Great Western, dejé allí las maletas, y me fui a dar un vistazo a la ciudad.

La encontré fea. Los edificios hacían gala de una arquitectura afectada. Quizá había conocido tiempos mejores. Los altos hornos, con sus chimeneas de ladrillo levantadas al sur frente a una sombría montaña, habían impregnado la antigua pomposidad de una capa de suciedad ocre y de un humo espeso. En consecuencia, sus cuarenta mil habitantes vivían en una ciudad fea, hundida en un valle limitado por dos insípidos montes; las minas contribuían en gran manera a la fealdad general. Perdido entre las nubes negras que salían de las chimeneas de los altos hornos, se veía el cielo.

El primer guardia que vi llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos.

Cogí un tranvía de Broadway a las nueve y media y seguí las indicaciones de Donald Willsson. Así me fue posible llegar a una casa situada en una esquina rodeada de un jardincito artificial y una cerca.

Me abrió la puerta una criada y me comunicó que Mister Willsson no se encontraba en casa. Mientras le explicaba que había concertado una cita con él, se acercó a la puerta una mujer delgada, rubia, de cerca de treinta años, vestida con un traje verde de seda rizada. Ni siquiera cuando sonreía desaparecía la frialdad de sus ojos azules. Volví a empezar mi explicación.

—Mi marido no está —un suave acento amortiguaba el sonido de las eses—. No creo que tarde, puede esperarle si lo desea.

Subimos al primer piso, a una habitación marrón y roja repleta de libros, con vistas a Laurel Avenue. Sentados en sillones de cuero frente a una chimenea de carbón, la mujer demostró curiosidad por saber cuál era el objeto del encuentro con su marido.

—¿Vive usted en Personville?

—No. En San Francisco.

—Pero ésta no es su primera visita, ¿verdad?

—Sí.

—¿De verdad? ¿Le ha gustado nuestra ciudad?

—En realidad apenas si la he visto —esto era mentira. Continué—: He llegado esta tarde.

Sus brillantes ojos dejaron de examinarme cuando me dijo:

—Le parecerá aburrida —y de nuevo siguió su investigación—: Me imagino que las ciudades mineras no pueden ser de otra manera. ¿Tiene algo que ver con las minas?

—En este momento, no.

Miró el reloj colocado sobre la repisa de la chimenea y dijo:

—Donald es un desconsiderado al hacerlo venir, y dejarle esperando a estas horas de la noche que no son horas de hacer negocios.

Le dije que no tenía importancia.

—Pero tal vez no sea un asunto de negocios. No contesté. Lanzó una risita irónica.

—Le aseguro que no soy tan entrometida como piensa usted —dijo alegremente—. Quizá sea su reserva lo que me provoca la curiosidad. No será usted traficante de alcohol, ¿verdad? Como Donald los cambia a menudo...

Dejé que leyera en mi sonrisa lo que quisiera.

Sonó el teléfono en el piso de abajo. Mistress Willsson estiró los pies calzados con zapatillas verdes en dirección al fuego e hizo caso omiso del teléfono. No comprendí por qué pensó que era eso lo que debía hacer.

—Creo que tendré... —empezó a decir, pero al ver a la criada que estaba en la puerta se detuvo.

La sirvienta dijo que llamaban por teléfono a mistress Willsson. Pidió disculpas y siguió a la criada. Habló desde un supletorio sin necesidad de ir al piso de abajo.

La oí decir:

—Habla mistress Willsson... Sí... ¿Diga...? ¿Quién...? ¿Puede hablar más alto...? Qué...? Si... ¡Oiga...! ¿Quién es usted...?

Colgó el teléfono. Oí unos pasos que se alejaban por el vestíbulo, unos pasos cortos y rápidos.

Encendí un cigarrillo y me quedé mirándolo hasta oír a la mujer bajando las escaleras. En ese momento me acerqué a la ventana y observé entre las cortinas Laurel Avenue y el garaje blanco y cuadrado construido en esa parte de la casa.

Una mujer delgada con sombrero y abrigo oscuro, apareció en seguida avanzando rápidamente desde la casa al garaje. Era mistress Willsson.

Desapareció al volante dé un cupé Buick. Volví al sillón y esperé.

Pasaron tres cuartos de hora. A las once y cinco se oyó el chirrido de los frenos de un automóvil. Mistress Willsson entró en la habitación dos minutos más tarde. No llevaba puesto el abrigo ni el sombrero. Tenia la cara blanca y los ojos oscurecidos.

—Siento mucho —dijo, y vi estremecerse sus labios apretados— que haya tenido que esperar tanto tiempo en balde. Mi marido no podrá venir esta noche.

Le dije que le llamaría al Herald por la mañana.

Me fui intrigado por saber qué había ocasionado que la verde punta de su zapatilla izquierda estuviera manchada y húmeda con algo que parecía sangre.

Caminé hasta Broadway y cogí allí un tranvía. Tres manzanas al norte, antes de llegar al hotel, bajé para enterarme de qué hacían unos grupos de gente parados en la acera delante de la puerta lateral del Ayuntamiento.

Había de treinta a cuarenta hombres y algunas mujeres mirando una puerta en la que podía leerse: «JEFATURA DE POLICÍA». Había trabajadores de los altos hornos y las minas, en ropa de trabajo, jóvenes venidos de los billares y las salas de baile, hombres acicalados y de mejillas pálidas y relucientes, hombres con la expresión adusta de maridos honrados, algunas mujeres no menos respetables y serias y unas cuantas prostitutas.

Me acerqué a toda esa gente y me paré junto a un hombretón de traje gris y arrugado. Su rostro, e incluso sus labios, también eran grises, pero no aparentaba más de treinta años. Tenia una cara ancha, regordeta e inteligente.

La única nota de color en su vestimenta era un pañuelo rojo atado con un nudo sobre su camisa de franela gris.

—¿Qué pasa aquí? —le espité.

Me miró de arriba abajo para asegurarse, antes de contestar, si parecía lo suficientemente discreto como para responderme. Sus ojos eran grises al igual que su ropa, pero más duros.

—Don Willsson ha ido a sentarse a la derecha de Dios, a menos que a Dios le preocupen los agujeros de bala.

—¿Quién le ha matado? —pregunté.

El hombre gris se rascó la cabeza y dijo:

—Alguien con una pistola.

Yo quería información, no muestras de ingenio. Podría haber preguntado a cualquier otro del grupo, pero el del pañuelo rojo me interesaba. Así que le dije:

—No vivo aquí. Puede echarme la culpa a mí. Para eso estamos los forasteros.

—Donald Willsson, hombre honesto, propietario del Morning Herald y del Evening Herald fue encontrado en Hurricane Street hace un rato muerto a tiros por unos desconocidos —recitó con un rápido sonsonete—. ¿He conseguido no ser morboso?

—Gracias —le toqué un borde del pañuelo—. ¿Quiere decir algo o es sólo un gusto?

—Soy Bill Quint.

—¿De veras? —exclamé tratando de recordar su nombre—. ¡Encantado de conocerle!

Saqué la cartera y rebusqué en mi colección de tarjetas, reunidas en diversas circunstancias. La que yo buscaba era roja. En ella decía que yo era Henry F. Neill, marinero, eficaz militante de la Industrial Workers of the World. Por supuesto era mentira.

Le extendí la tarjeta roja a Bill Quint. La leyó con detenimiento por delante y por detrás, me la devolvió y me escrutó desconfiado.

—Bueno, éste ya no se levanta —dijo—. ¿Adonde va usted?

—A cualquier sitio.

Nos pusimos a caminar y, creo que al azar, doblamos una esquina.

—¿Cómo es que ha venido aquí si es marinero? —me preguntó sin demasiado interés.

—¿De dónde sacó usted esa idea?

—Lo dice la tarjeta.

—Tengo otra que dice que soy carpintero —dije—. También puedo ser minero, mañana mismo conseguiré un papel que lo acredite.

—Eso lo veo difícil. Yo soy el que manda en los que trabajan aquí.

—¿Y si recibiera un telegrama de Chicago? —le dije.

—Me importa un bledo Chicago. Aquí mando yo. —Señaló la puerta de una taberna y me preguntó—: ¿Usted bebe?

—Sólo cuando tengo bebida delante.

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