No mucha gente sabe que, en realidad, "En busca del tiempo perdido" es una
obra incompleta a la muerte de Proust y que aún se sigue trabajando en la ordenación de los confusos manuscritos que dejó el autor. Antes del último volumen -"El tiempo recobrado", el segundo que escribió- hay dos libros incompletos y Proust estaba trabajando en la corrección de este quinto, que trata mayormente sobre el complejo amor del protagonista y Albertine.
5 - LA PRISIONERA (fragmento)
Muy de mañana, mirando todavía a la pared y sin haber
visto aún el matiz de la raya del día sobre las grandes cortinas de la
ventana, sabía ya qué tiempo hacía. Me lo decían los primeros ruidos de la
calle, según llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como
flechas en el aire resonante y vacío de una mañana espaciosa, glacial y
pura; en el paso del primer tranvía notaba yo si rodaba aterido en la
lluvia o iba camino del azur. Y acaso a estos ruidos se había anticipado alguna
emanación más rápida y más penetrante que, filtrándose en mi sueño, le
infundía una tristeza que presagiaba la nieve o bien hacía entonar en él a
cierto pequeño personaje intermitente tan numerosos cánticos a la gloria del
sol, que acababan por provocar en mí, dormido aún, con un asomo de sonrisa y dispuestos los párpados cerrados a dejarse
deslumbrar, un estrepitoso despertar en música. En aquella época, yo percibía
la vida exterior sobre todo desde mi cuarto. Sé que Bloch contó que, cuando iba
a verme por la noche, oía un rumor de conversación. Como mi madre estaba en
Combray y él no encontraba nunca a nadie en mi habitación, dedujo que hablaba
solo. Cuando, mucho más tarde, supo que Albertina vivía entonces conmigo y comprendió
que la escondía de todo el mundo, dijo que por fin veía la razón de que, en
aquella época de mi vida, nunca quisiera salir. Se equivocaba. Pero era muy
disculpable, pues la realidad, aunque sea necesaria, no es completamente previsible;
los que se enteran de algún detalle exacto sobre la vida de otro sacan en
seguida consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación
de cosas que precisamente no tienen
ninguna relación con él.
Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir
bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su
habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de
tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme
deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento
nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda carne a la que los
sufrimientos que por ella hemos padecido han acabado por conferirle una
especie de dulzura moral, lo que evoco inmediatamente por comparación no es la
noche que el capitán De Borodino me permitió pasar en el cuartel, por un favor
que, en suma, sólo curaba un malestar efímero, sino aquélla en que mi padre
envió a mamá a dormir en la pequeña cama junto a la mía. Hasta tal punto la
vida, cuando tiene una vez más que librarnos, contra toda previsión, de
sufrimientos que parecían inevitables, lo hace en condiciones diferentes,
opuestas a veces, tanto que hay casi un sacrilegio aparente en comprobar la
identidad de la gracia concedida.
Cuando Albertina se enteraba por Francisca de que, en la noche de mi cuarto
con las cortinas cerradas todavía, no dormía, no se cuidaba de no hacer un poco
de ruido, al bañarse, en su tocador. Entonces, en vez de esperar a una hora
más tardía, yo solía ir a mi cuarto de baño, contiguo al suyo y que era
agradable. En otro tiempo, un director de teatro gastaba centenares de miles
de francos en constelar de verdaderas esmeraldas el trono en que la diva hacía
un papel de emperatriz. Los bailes rusos nos han enseñado que unos simples
juegos de luces sabiamente dirigidos prodigan joyas tan suntuosas y más variadas.
Pero esta decoración, ya más inmaterial, no es tan graciosa como la que, a las
ocho de la mañana, pone el sol en la que veíamos cuando nos levantábamos al
mediodía. Las ventanas de nuestros dos cuartos de baño no eran lisas, para que no pudieran vernos desde fuera, sino
esmeriladas de una escarcha artificial y pasada de moda. De pronto, el sol
teñía de amarillo aquella muselina de vidrio, la doraba y, descubriendo
dulcemente en mí un joven más antiguo que el hábito había ocultado mucho
tiempo, me embriagaba de recuerdos, como si estuviera en plena naturaleza ante
unos follajes dorados donde ni siquiera faltaba la presencia de un pájaro. Pues
oía a Albertina silbar sin tregua:
Les douleurs sont des folles,
Et qui les écoute est encor plus fou.
(«Los pesares son locos y más loco es aún quien los escucha.»)
La quería demasiado para no sonreír gozosamente de su mal gusto musical.
Por lo demás, aquella canción había entusiasmado el año anterior a madame
Bontemps, la cual oyó decir después que era una inepcia, de suerte que, en
lugar de pedir a Albertina que la cantara cuando había gente, la sustituyó
por:
Une
chanson d'adieu sort des sources troublées,
(«Una canción de despedida surge de fuentes turbias.»)
que a su vez resultó «un viejo estribillo de Massenet con el que la pequeña
nos machacaba los oídos».
Pasaba una nube, eclipsaba el sol y yo veía extenderse en un tono grisáceo
la púdica y frondosa cortina de vidrio. Los tabiques que separaban nuestros dos
cuartos de baño (el de Albertina era uno que mamá, como tenía otro en la parte
opuesta de la casa, no había utilizado nunca para no hacer ruido cerca de mí)
eran tan delgados que podíamos hablarnos mientras nos lavábamos cada uno en el
nuestro, siguiendo una charla sólo interrumpida por el ruido del agua, en esa
intimidad que en el hotel suele permitir la exigüidad del alojamiento y la
proximidad de las habitaciones, pero que es tan rara en París.
Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiempo que quería, pues
había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que,
por la incómoda posición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería
tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo,
casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente
indiferente a la estancia de Albertina en nuestra casa. El estar separada de
sus amigas conseguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mantenía en
un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al
cabo aquella calma que me procuraba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más
que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero estas
alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a
Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me
aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario,
cuando Albertina no estaba conmigo. En consecuencia, para comenzar la mañana,
no la llamaba en seguida, sobre todo si hacía bueno. Durante unos instantes, y
sabiendo que me hacía más feliz que ella, empezaba por quedarme frente a frente
con el pequeño personaje interior que cantaba su saludo al sol y del que ya he
hablado. Entre los que componen nuestra persona, no son los más aparentes los
que nos son más esenciales. En mí, cuando la enfermedad haya acabado de
derribarlos uno tras otro, quedarán todavía dos o tres de ellos que persistirán
más que los otros, especialmente cierto filósofo que sólo es feliz cuando,
entre dos obras, entre dos sensaciones, ha descubierto un punto común. Pero me
he preguntado a veces si el último de todos no sería aquel hombrecito muy
parecido a otro que el óptico de Combray puso en su escaparate para indicar el
tiempo que hacía y que, quitándose la capucha cuando hacía sol, se la volvía a
poner cuando iba a llover. Conozco el egoísmo de ese hombrecito: ya puedo
sufrir una crisis de asma que sólo calmaría la venida de la lluvia, a él le
tiene sin cuidado, y a las primeras gotas tan impacientemente esperadas pierde
su alegría y se baja la capucha malhumorado. En cambio, estoy seguro de que en
mi agonía, cuando hayan muerto ya todos mis otros «yos», si sale un rayo de sol
mientras yo lanzo el último suspiro, el personajillo barométrico se sentirá tan
a gusto y se quitará la capucha para cantar: «¡Ah, por fin hace bueno!»
Llamaba a Francisca. Abría Le Figaro. Buscaba y comprobaba
que no venía en él un artículo, o supuesto artículo, que había mandado a este
periódico y que no era más que la página recientemente encontrada y un poco
arreglada que había escrito tiempo atrás en el coche del doctor Percepied mirando
los campanarios de Martinville. Después leía la carta de mamá. Le parecía raro,
chocante, que una muchacha viviera sola conmigo. El primer día, al salir de
Balbec, cuando me vio tan triste, tal vez mi madre, preocupada por dejarme solo,
estaba contenta de saber que Albertina iba con nosotros y de ver que con nuestros
equipajes (los equipajes junto a los cuales había pasado yo la noche llorando
en el hotel Balbec) habían cargado en el trenecillo los baúles de Albertina,
estrechos y negros como ataúdes y que yo no sabía si llevarían a la casa la
vida o la muerte. Pero con aquella alegría de llevarme a Albertina en la
radiante mañana después del miedo de permanecer en Balbec, ni siquiera me lo
había preguntado. Pero si al principio mi madre no se había mostrado hostil a
aquel proyecto (hablando amablemente a mi amiga como una madre cuyo hijo acaba
de ser gravemente herido y que está agradecida a la joven amante que le cuida
con abnegación), sí lo fue una vez realizado por completo y al
prolongarse la estancia de la muchacha en nuestra casa y estando ausente
de ella mis padres. Pero no puedo decir que mi madre me manifestó nunca esta
hostilidad. Como en otro tiempo cuando ya no se atrevía a reprocharme mi nerviosismo,
mi pereza, ahora sentía escrúpulos -escrúpulos que, en el momento, quizá no
adiviné, o no quise adivinar- de formular algunas reservas sobre la muchacha
con la que le había dicho que me iba a casar, por miedo a ensombrecer mi vida,
a que fuera más tarde menos cariñoso con mi mujer, acaso a sembrar en mí, para
cuando ella ya no existiera, el remordimiento de haberla apenado casándome con
Albertina. Mamá prefería aparentar que aprobaba aquella elección porque tenía
el sentimiento de que no podría hacerme desistir de ella. Pero todos los que
la vieron en aquella época me han dicho que, aparte el dolor de haber perdido a
su madre, se le notaba una perpetua preocupación. Aquella contención de
espíritu, aquella discusión interior, le producían a mamá un gran calor en las
sienes, y abría continuamente las ventanas para refrescarse. Pero no llegaba a
tomar una decisión, por miedo a «influir en mí» en un mal sentido y destruir lo
que ella creía mi felicidad. Ni siquiera podía decidirse a impedir que
Albertina estuviera temporalmente en nuestra casa. No quería mostrarse más
severa que madame Bontemps, que era a quien concernía principalmente aquello,
y a la que no le parecía mal, lo que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso
lamentaba haber tenido que dejarnos solos y marcharse precisamente en aquel momento a Combray, donde quizá
tuviera que quedarse (y de hecho se quedó) muchos meses, mientras mi tía abuela
la necesitara noche y día. En Combray todo le resultó fácil gracias a la
bondad, a la generosidad de Legrandin, que, sin retroceder ante ninguna molestia,
fue aplazando de semana en semana su regreso a París, y eso que no conocía
mucho a mi tía, simplemente porque había sido amiga de su madre y además
porque se dio cuenta de que la enferma desahuciada reclamaba sus cuidados y no
podía pasar sin él. El snobismo es una enfermedad grave del alma, pero
localizada y que no afecta a toda ella. Pero yo, al contrario de mamá, estaba
muy contento de su marcha a Combray, porque (como no podía decir a Albertina
que la ocultara) hubiera temido que descubriera su amistad con mademoiselle
Vinteuil. Habría sido para mi madre un obstáculo insuperable no sólo para una
boda de la que me había pedido que no hablara todavía definitivamente a mi
amiga y cuya idea me era cada vez más intolerable, sino para que Albertina
pasara algún tiempo en la casa. Excepto una razón tan grave y que ella no
conocía, mamá, por el doble efecto de la imitación edificante y liberadora de
mi abuela, admiradora de George Sand y que ponía la virtud en la nobleza del
corazón y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, ahora era indulgente
con unas mujeres cuya conducta habría reprobado severamente antes, e incluso
hoy si se tratara de sus amigas burguesas de París o de Combray, pero que,
según yo le decía, tenían un alma grande, y les perdonaba mucho porque me
querían.
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