1 de agosto de 2017

En busca del tiempo perdido 5: "La prisionera"

Lentamente, con el deleite que producen las cosas más hermosas de la vida, voy conociendo a la que, personalmente considero, con toda la polémica que se pueda crear, la mejor novela de toda la historia de la literatura. Cada libro avanza, con su ritmo único, que solamente se puede denominar "proustiano", hacia la culminación de la fenomenal descripción de un tiempo y un universo únicos.



No mucha gente sabe que, en realidad, "En busca del tiempo perdido" es una
obra incompleta a la muerte de Proust y que aún se sigue trabajando en la ordenación de los confusos manuscritos que dejó el autor. Antes del último volumen -"El tiempo recobrado", el segundo que escribió- hay dos libros incompletos y Proust estaba trabajando en la corrección de este quinto, que trata mayormente sobre el complejo amor del protagonista y Albertine.

5 - LA PRISIONERA (fragmento)


Muy de mañana, mirando todavía a la pared y sin ha­ber visto aún el matiz de la raya del día sobre las grandes cor­tinas de la ventana, sabía ya qué tiempo hacía. Me lo decían los primeros ruidos de la calle, según llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como flechas en el aire resonante y vacío de una mañana espaciosa, glacial y pura; en el paso del primer tranvía notaba yo si rodaba ateri­do en la lluvia o iba camino del azur. Y acaso a estos ruidos se había anticipado alguna emanación más rápida y más pe­netrante que, filtrándose en mi sueño, le infundía una triste­za que presagiaba la nieve o bien hacía entonar en él a cierto pequeño personaje intermitente tan numerosos cánticos a la gloria del sol, que acababan por provocar en mí, dormido aún, con un asomo de sonrisa y dispuestos los párpados ce­rrados a dejarse deslumbrar, un estrepitoso despertar en música. En aquella época, yo percibía la vida exterior sobre todo desde mi cuarto. Sé que Bloch contó que, cuando iba a verme por la noche, oía un rumor de conversación. Como mi madre estaba en Combray y él no encontraba nunca a na­die en mi habitación, dedujo que hablaba solo. Cuando, mu­cho más tarde, supo que Albertina vivía entonces conmigo y comprendió que la escondía de todo el mundo, dijo que por fin veía la razón de que, en aquella época de mi vida, nunca quisiera salir. Se equivocaba. Pero era muy disculpable, pues la realidad, aunque sea necesaria, no es completamente pre­visible; los que se enteran de algún detalle exacto sobre la vida de otro sacan en seguida consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente no tienen ninguna relación con él.

Cuando ahora pienso que mi amiga, a nuestro regreso de Balbec, fue a vivir bajo el mismo techo que yo, que renunció a la idea de hacer un viaje, que su habitación estaba a veinte pasos de la mía, al final del pasillo, en la sala de tapices de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de dejarme deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, como un alimento nutritivo y con el carácter casi sagrado de toda carne a la que los sufrimientos que por ella hemos pa­decido han acabado por conferirle una especie de dulzura moral, lo que evoco inmediatamente por comparación no es la noche que el capitán De Borodino me permitió pasar en el cuartel, por un favor que, en suma, sólo curaba un malestar efímero, sino aquélla en que mi padre envió a mamá a dor­mir en la pequeña cama junto a la mía. Hasta tal punto la vida, cuando tiene una vez más que librarnos, contra toda previsión, de sufrimientos que parecían inevitables, lo hace en condiciones diferentes, opuestas a veces, tanto que hay casi un sacrilegio aparente en comprobar la identidad de la gracia concedida.

Cuando Albertina se enteraba por Francisca de que, en la noche de mi cuarto con las cortinas cerradas todavía, no dormía, no se cuidaba de no hacer un poco de ruido, al ba­ñarse, en su tocador. Entonces, en vez de esperar a una hora más tardía, yo solía ir a mi cuarto de baño, contiguo al suyo y que era agradable. En otro tiempo, un director de teatro gas­taba centenares de miles de francos en constelar de verdade­ras esmeraldas el trono en que la diva hacía un papel de emperatriz. Los bailes rusos nos han enseñado que unos simples juegos de luces sabiamente dirigidos prodigan joyas tan suntuosas y más variadas. Pero esta decoración, ya más inmaterial, no es tan graciosa como la que, a las ocho de la mañana, pone el sol en la que veíamos cuando nos levantá­bamos al mediodía. Las ventanas de nuestros dos cuartos de baño no eran lisas, para que no pudieran vernos desde fuera, sino esmeriladas de una escarcha artificial y pasada de mo­da. De pronto, el sol teñía de amarillo aquella muselina de vi­drio, la doraba y, descubriendo dulcemente en mí un joven más antiguo que el hábito había ocultado mucho tiempo, me embriagaba de recuerdos, como si estuviera en plena natura­leza ante unos follajes dorados donde ni siquiera faltaba la presencia de un pájaro. Pues oía a Albertina silbar sin tregua:

Les douleurs sont des folles,
Et qui les écoute est encor plus fou.

(«Los pesares son locos y más loco es aún quien los escucha.»)

La quería demasiado para no sonreír gozosamente de su mal gusto musical. Por lo demás, aquella canción había en­tusiasmado el año anterior a madame Bontemps, la cual oyó decir después que era una inepcia, de suerte que, en lugar de pedir a Albertina que la cantara cuando había gente, la susti­tuyó por:

Une chanson d'adieu sort des sources troublées,

(«Una canción de despedida surge de fuentes turbias.»)

que a su vez resultó «un viejo estribillo de Massenet con el que la pequeña nos machacaba los oídos».

Pasaba una nube, eclipsaba el sol y yo veía extenderse en un tono grisáceo la púdica y frondosa cortina de vidrio. Los tabiques que separaban nuestros dos cuartos de baño (el de Albertina era uno que mamá, como tenía otro en la parte opuesta de la casa, no había utilizado nunca para no hacer ruido cerca de mí) eran tan delgados que podíamos hablar­nos mientras nos lavábamos cada uno en el nuestro, siguien­do una charla sólo interrumpida por el ruido del agua, en esa intimidad que en el hotel suele permitir la exigüidad del alo­jamiento y la proximidad de las habitaciones, pero que es tan rara en París.

Otras veces permanecía acostado, soñando todo el tiem­po que quería, pues había orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que yo llamase, lo que, por la incómoda po­sición de la pera eléctrica encima de mi cama, requería tanto tiempo que muchas veces, cansado de buscarla y contento de estar solo, casi volvía a dormirme unos momentos. No es que yo fuese completamente indiferente a la estancia de Al­bertina en nuestra casa. El estar separada de sus amigas con­seguía evitar a mi corazón nuevos sufrimientos. Lo mante­nía en un reposo, en una casi inmovilidad que le ayudarían a curarse. Pero al fin y al cabo aquella calma que me procu­raba mi amiga era lenitivo del sufrimiento más que alegría. Y no es que no me permitiera gustarlas numerosas, pero es­tas alegrías que el dolor demasiado vivo me impidiera sentir, lejos de debérselas a Albertina, que por otra parte ya no me parecía apenas bonita y con la cual me aburría, sintiendo la clara sensación de no amarla, las gustaba, por el contrario, cuando Albertina no estaba conmigo. En consecuencia, para comenzar la mañana, no la llamaba en seguida, sobre todo si hacía bueno. Durante unos instantes, y sabiendo que me hacía más feliz que ella, empezaba por quedarme frente a frente con el pequeño personaje interior que cantaba su sa­ludo al sol y del que ya he hablado. Entre los que componen nuestra persona, no son los más aparentes los que nos son más esenciales. En mí, cuando la enfermedad haya acabado de derribarlos uno tras otro, quedarán todavía dos o tres de ellos que persistirán más que los otros, especialmente cierto filósofo que sólo es feliz cuando, entre dos obras, entre dos sensaciones, ha descubierto un punto común. Pero me he preguntado a veces si el último de todos no sería aquel hom­brecito muy parecido a otro que el óptico de Combray puso en su escaparate para indicar el tiempo que hacía y que, qui­tándose la capucha cuando hacía sol, se la volvía a poner cuando iba a llover. Conozco el egoísmo de ese hombrecito: ya puedo sufrir una crisis de asma que sólo calmaría la veni­da de la lluvia, a él le tiene sin cuidado, y a las primeras gotas tan impacientemente esperadas pierde su alegría y se baja la capucha malhumorado. En cambio, estoy seguro de que en mi agonía, cuando hayan muerto ya todos mis otros «yos», si sale un rayo de sol mientras yo lanzo el último suspiro, el personajillo barométrico se sentirá tan a gusto y se quitará la capucha para cantar: «¡Ah, por fin hace bueno!»


Llamaba a Francisca. Abría Le Figaro. Buscaba y compro­baba que no venía en él un artículo, o supuesto artículo, que había mandado a este periódico y que no era más que la pá­gina recientemente encontrada y un poco arreglada que ha­bía escrito tiempo atrás en el coche del doctor Percepied mi­rando los campanarios de Martinville. Después leía la carta de mamá. Le parecía raro, chocante, que una muchacha vi­viera sola conmigo. El primer día, al salir de Balbec, cuando me vio tan triste, tal vez mi madre, preocupada por dejarme solo, estaba contenta de saber que Albertina iba con noso­tros y de ver que con nuestros equipajes (los equipajes junto a los cuales había pasado yo la noche llorando en el hotel Balbec) habían cargado en el trenecillo los baúles de Alberti­na, estrechos y negros como ataúdes y que yo no sabía si lle­varían a la casa la vida o la muerte. Pero con aquella alegría de llevarme a Albertina en la radiante mañana después del miedo de permanecer en Balbec, ni siquiera me lo había pre­guntado. Pero si al principio mi madre no se había mostra­do hostil a aquel proyecto (hablando amablemente a mi amiga como una madre cuyo hijo acaba de ser gravemente herido y que está agradecida a la joven amante que le cuida con abnegación), sí lo fue una vez realizado por completo y al prolongarse la estancia de la muchacha en nuestra casa y estando ausente de ella mis padres. Pero no puedo decir que mi madre me manifestó nunca esta hostilidad. Como en otro tiempo cuando ya no se atrevía a reprocharme mi ner­viosismo, mi pereza, ahora sentía escrúpulos -escrúpulos que, en el momento, quizá no adiviné, o no quise adivinar- ­de formular algunas reservas sobre la muchacha con la que le había dicho que me iba a casar, por miedo a ensombrecer mi vida, a que fuera más tarde menos cariñoso con mi mu­jer, acaso a sembrar en mí, para cuando ella ya no existiera, el remordimiento de haberla apenado casándome con Al­bertina. Mamá prefería aparentar que aprobaba aquella elección porque tenía el sentimiento de que no podría hacer­me desistir de ella. Pero todos los que la vieron en aquella época me han dicho que, aparte el dolor de haber perdido a su madre, se le notaba una perpetua preocupación. Aquella contención de espíritu, aquella discusión interior, le produ­cían a mamá un gran calor en las sienes, y abría continua­mente las ventanas para refrescarse. Pero no llegaba a tomar una decisión, por miedo a «influir en mí» en un mal sentido y destruir lo que ella creía mi felicidad. Ni siquiera podía de­cidirse a impedir que Albertina estuviera temporalmente en nuestra casa. No quería mostrarse más severa que madame Bontemps, que era a quien concernía principalmente aque­llo, y a la que no le parecía mal, lo que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso lamentaba haber tenido que dejar­nos solos y marcharse precisamente en aquel momento a Combray, donde quizá tuviera que quedarse (y de hecho se quedó) muchos meses, mientras mi tía abuela la necesitara noche y día. En Combray todo le resultó fácil gracias a la bondad, a la generosidad de Legrandin, que, sin retroceder ante ninguna molestia, fue aplazando de semana en semana su regreso a París, y eso que no conocía mucho a mi tía, sim­plemente porque había sido amiga de su madre y además porque se dio cuenta de que la enferma desahuciada recla­maba sus cuidados y no podía pasar sin él. El snobismo es una enfermedad grave del alma, pero localizada y que no afecta a toda ella. Pero yo, al contrario de mamá, estaba muy contento de su marcha a Combray, porque (como no podía decir a Albertina que la ocultara) hubiera temido que descu­briera su amistad con mademoiselle Vinteuil. Habría sido para mi madre un obstáculo insuperable no sólo para una boda de la que me había pedido que no hablara todavía defi­nitivamente a mi amiga y cuya idea me era cada vez más in­tolerable, sino para que Albertina pasara algún tiempo en la casa. Excepto una razón tan grave y que ella no conocía, mamá, por el doble efecto de la imitación edificante y libe­radora de mi abuela, admiradora de George Sand y que po­nía la virtud en la nobleza del corazón y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, ahora era indulgente con unas mujeres cuya conducta habría reprobado severamen­te antes, e incluso hoy si se tratara de sus amigas burgue­sas de París o de Combray, pero que, según yo le decía, te­nían un alma grande, y les perdonaba mucho porque me querían.

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