28 de agosto de 2014

En busca del tiempo perdido 4

El primer volumen de "En busca del tiempo perdido" narraba la infancia del protagonista (con el famoso recuerdo de la magdalena en el café); el segundo sobre su adolescencia y el tercero sobre su temprana juventud, su primera amistad varonil y sus primeros intereses por las chicas. He decidido ir conociendo esta maravilla lentamente, tomándome un tiempo entre volumen y volumen. Lo único que me molesta es que cuando termine éste, sólo me van a quedar tres libros más.

Se sabe que mucho antes de ir aquel día (el día en que se celebraba la recepción de la princesa de Guermantes) a hacer al duque y a la duquesa la visita que acabo de referir, había vigilado yo su vuelta y llevado a cabo, durante mi acecho, un descubrimiento, que concernía particularmente al señor de Charlus, pero tan importante en si mismo que hasta aquí, hasta el momento de poder darle el lugar y la extensión deseados, he diferido su relato. Como ya he dicho, había abandonado el maravilloso punto de vista, tan cómodamente dispuesto en los altos de la casa, desde donde se abarcan las cuestas accidentadas por donde se sube hasta el palacio de Bréquigny y que están alegremente decoradas a la italiana por el campanil rosa de la cochera perteneciente al marqués de Frécourt. Me había parecido más práctico, al pensar en que el duque y la duquesa estaban a punto de volver, apostarme en la escalera. Echaba un tanto de menos mi retiro de altura, Pero a aquella hora, que era la que sigue al almuerzo, no era tanto lo que tenía que echar de menos, ya que no hubiera visto como por la mañana a los minúsculos personajes de cuadro, en que se convertían a distancia los lacayos del palacio de Bréquigny y de Tresmes, emprender la lenta ascensión de la abrupta pendiente, con un plumero en la mano, entre las anchas hojas de mica transparente que tan curiosamente se destacaban sobre los contrafuertes rojos. A falta de la contemplación del geólogo, tenía por lo menos la del botánico, y miraba por las ventanas de la escalera el arbustillo de la duquesa y la planta preciosa expuestos en el patio con esa insistencia con que se hace salir a la gente casadera, y me preguntaba s. el improbable insecto iría, por una casualidad providencial, a visitar el pistilo ofrecido y abandonado. Como la curiosidad me envalentonase poco a poco, descendí hasta la ventana del piso bajo, también abierta, y cuyos postigos estaban cerrados a medias. Oía claramente a Jupien, que se disponía a salir y que no podía descubrirme detrás de mi cortinilla, tras la cual permanecí inmóvil hasta el momento en que me hice bruscamente atrás, ladeándome por temor a ser visto por el señor de Charlus, que, yendo a casa de la señora de Villeparisis, cruzaba lentamente el patio, embarnecido, avejentado por la cruda luz del día, y canoso. Se había necesitado una indisposición de la señora de Villeparisis (consecuencia de la enfermedad del marqués de Fierbois, con quien estaba el barón personalmente reñido a muerte) para que el señor de Charlus hiciese una visita, acaso por primera vez en su existencia, a aquella hora. Porque con esa singularidad de los Guermantes, que, en lugar de adaptarse a la vida mundana, la modificaban de acuerdo a sus costumbres personales (no mundanas, creían, y dignas, por consiguiente, de que se humillase ante ellas esa cosa sin valor que es la mundanidad -así, es como la señora de Villeparisis no tenía señalado día de recibo, pero recibía todas las mañanas a sus amigas, desde las diez hasta mediodía), el barón, que reservaba esetiempo a la lectura, a la busca de chucherías antiguas, etc., sólo hacía visitas entre cuatro y seis de la tarde. A las seis iba al Jockey o a pasearse por el Bosque. Al cabo de un instante hice un nuevo movimiento de retroceso para que no me viera Jupien; pronto sería su hora de salir para la oficina, de donde no volvía sino para cenar, y aun eso no siempre desde que, hacía una semana, su sobrina había ido al campo con sus aprendizas a casa de una cliente, para terminar un vestido. Después, dándome cuenta que nadie podía verme, resolví no volver a moverme por miedo de perder, si debía producirse el milagro, la llegada, casi imposible de esperar (a través de tantos obstáculos de distancia, de riesgos opuestos, de peligros), del insecto enviado desde tan lejos como embajador a la virgen que desde hacía tanto tiempo prolongaba su espera. Sabía yo que esta espera no era más pasiva que en la flor macho, cuyos estambres se habían vuelto espontáneamente para que el insecto pudiera recibirla más fácilmente; ni más ni menos que la flor hembra que estaba aquí, si el insecto venía, arquear ía coquetamente sus “estilos”, y para ser mejor penetrada por él andaría imperceptiblemente, como una jovencita hipócrita pero ardiente, la mitad del camino. Las leyes del mundo vegetal regidas están a su vez por leyes cada vez más altas. Si la visita de un insecto, es decir, el aporte de la semilla de otra flor, es habitualmente necesaria para fecundar una flor, es porque la autofecundación, la fecundación de la flor por sí misma, como los matrimonios repetidos en una misma familia, traería la degeneración y la esterilidad, mientras que la cruza operada por los insectos da a las generaciones sucesivas de la misma especie un vigor desconocido de sus mayores. Sin embargo, este impulso puede ser excesivo y desarrollarse la especie desmesuradamente; entonces, así como una antitoxina defiende contra una enfermedad, así como la tiroides regula nuestra gordura como la derrota viene a castigar el orgullo, el cansancio al placer y como el sueño descansa, a su vez, de la fatiga, así un acto excepcional de autofecundación acude en el momento indicado a dar su vuelta de rosca, su frenazo, vuelve a la norma a la flor que se había salido exageradamente de ella. Mis reflexiones habían seguido una pendiente que describiré más tarde, y ya había sacado yo de la aparente astucia de las flores una consecuencia sobre toda una parte inconsciente de la obra literaria, cuando vi al señor de Charlus que volvía a salir de casa de la marquesa. No habían pasado más que unos minutos desde su entrada. Quizás hubiera sabido por su anciana parienta en persona, o solamente por algún criado, la gran mejoría o más bien la curación completa de lo que no había sido en la señora de Villeparisis más que un malestar. En ese momento, en que no creía ser contemplado por nadie, con los párpados entornados contra el sol, el señor de Charlus había aflojado en su rostro aquella tensión, había amortiguado aquella vitalidad ficticia que mantenían en él la animación de la charla y la fuerza de voluntad. Pálido como un mármol, tenía una nariz vigorosa, sus finos rasgos ya no recibían de una mirada voluntariosa una significación diferente que alterase la belleza de su modelado; nada más que un Guermantes, parecía esculpido ya, él, Palamedes XV, en la capilla de Combray. Pero estos rasgos generales de toda una familia cobraban, sin embargo, en el rostro del señor de Charlus, una finura más espiritualizada, más dulce, sobre todo. Lamentaba yo por él que adulterase habitualmente con tantas violencias, rarezas desagradables, comadrerías, dureza, susceptibilidad y arrogancia; que ocultase bajo una brutalidad postiza la amabilidad, la bondad que en el momento en que salía de casa de la señora de Villeparisis veía yo derramarse tan cándidamente por su semblante. Guiñando los ojos contra el sol, casi parecía sonreír; vista así su cara en reposo y como al natural, le encontré un no sé qué tan afectuoso, tan desarmado, que no pude menos de pensar cuánto se hubiera irritado el señor de Charlus de haber podido saber que alguien le estaba mirando; porque en lo que me hacía pensar este hombre que estaba tan prendado, que tanto alardeaba de virilidad, a quien todo el mundo le parecía odiosamente afeminado, en lo que me hacía pensar de pronto, a tal punto tenía pasajeramente los rasgos, la expresión y la sonrisa, era en una mujer.

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