16 de octubre de 2014

Algo más que un slogan hueco...

Cada vez más -y esto no es por cierto una novedad uruguaya- las campañas electorales se centran casi exclusivamente en los candidatos y no en los partidos ni las propuestas. En los nombres y no en las ideas. Cada elección que pasa, parece natural que todos los partidos políticos utilicen sloganes, spots y cartelería son diseñada por profesionales publicitarios que nada tienen que ver con la propia colectividad y sus propuestas apenas no son intercambiables.

El párrafo anterior no fue nada original, lo reconozco. Muchísima gente se ha dado cuenta de eso que escribí. Pero estamos en estos momentos en la campaña electoral más desabrida en 50 años y, sin embargo, no llega a haber la enorme indiferencia que vi, estando de viaje en otros países -Estados Unidos a la cabeza- que estaban en la misma. Y no es así, porque los uruguayos -sacando, supongo yo, ese 9 % de indecisos que nos indican las encuestas- nos dedicamos al divertidísimo deporte de insultar al adversario.

No abrí esta entrada para criticar las posturas de Lacalle Pou. Todo el mundo sabe que soy frenteamplista: aunque no me conozca, basta mirar la descripción de mi perfil allá abajo. Pero solamente quiero utilizar como excusa para razonar acerca de las actitudes mentales que estamos teniendo en cuestiones políticas y sociales y que creo que no nos ayudan en nada.

El 1º de Marzo de 2005 hubo un cambio cualitativo importante en nuestro país a nivel político: la fuerza que siempre había sido oposición a nivel nacional pasaba a ser gobierno y, simultáneamente, las dos colectividades que siempre (más allá de acuerdos, coaliciones o coparticipaciones ministeriales) siempre habían sido oficialistas pasaban al llano. Fue divertido, por qué no, ver tanta gente -dirigentes, sí, pero también ciudadanos de a pie, sin cargos políticos- defender lo que antes tanto se criticaba si eran frenteamplistas o, atacar lo que antes tanto se justificaba, si eran blancos o colorados.

Como yo quiero creer que tengo una cabeza que piensa por sí mismo y -se compartan o no mis opiniones- voy más allá de un mundo maniqueo, donde yo tuviera el monopolio de la verdad, cuando asumió el partido que yo voté jamás me imaginé que éste sería la perfección misma. Tenía claro que no ibamos a desembocar en el más fantástico paraíso terrenal de la noche a la mañana y no dudaba yo que en ese gobierno respaldado por mí habría lugar para mediocres, ineptos y, claro, también corruptos. Que mi partido es imperfecto como todas las obras realizadas por hombres. 

El tema es que muchísima gente (blanca, colorada y, por cierto, frenteamplista también) no piensa con cabeza propia. Una cosa es que no te guste este gobierno y que quieras que la próxima vez sea derrotado en las urnas por otro que te parezca mejor y que tenga propuestas que te parezcan superiores. Me parece un pensamiento absolutamente válido, inobjetable. 

Lo que veo es que esa gente que no ve más que una bandera política insiste en creer que los de su partido son perfectos, son los únicos que tienen propuestas, son los únicos que piensan, son los únicos que son demócratas. Que el otro no sirve para nada, que es totalitario, que todo lo que hace (o dice) está mal, que hay que oponerse a cualquier cosa que salga de ellos. Sé que no es nada nuevo y que blancos y colorados se odiaban y se agredían entre sí abundantemente antes de 1971.

Podrá parecer muy lírico lo que estoy escribiendo. Yo tengo -insisto- una camiseta puesta y no me gustaría nada que ganaran los blancos (uno se imagina que los colorados no tienen chance) por razones que no entran aquí, pero no creo que los frenteamplistas seamos los únicos que tenemos ideas, que queramos lo mejor para el país y todo eso.

Podríamos tener una actitud positiva en esta democracia que tanto costó recuperar. Nos iría bastante mejor a todos como país.
   

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