29 de julio de 2016

Esa zona roja llamada cancha de fútbol

Pretendemos que no haya violencia en las canchas pero en el club Cerro, luego de las elecciones, una patota caga a trompadas al presidente electo y a su hijo, un hecho minimizado por los referentes de la lista rival y también, poco criticado por la A.U.F. y la casi totalidad del periodismo especializado.

El resultado de la golpiza -y de imaginables amenazas- es la renuncia de todos los dirigentes electos por la lista que integraban las víctimas y la inmediata predisposición de los derrotados en las urnas para asumir ellos la conducción del club que tanto ansiaban para imponer su proyecto, consistente en capitales de incierto origen que permitirían las contrataciones de un técnico argentino sin demasiadas credenciales más allá de su fama como jugador y de unos refuerzos difíciles de financiar.

Ganaron los patoteros frente a la democracia, con la indiferencia de las autoridades competentes. A partir de ahora, cualquier grupo puede conseguir lo que sea, tal como los que hicieron una avalancha -copiando una vez más, las peores costumbres porteñas- para entrar "de pesado" y sin pagar en un partido, que era un amistoso intrascendente. 

Cuando el Ministerio del Interior pretende instaurar una medida que parece -por fin- efectiva para individualizar y poder alejar a los delincuentes de las canchas (las cámaras de reconocimiento facial), la Asociación del fútbol hace todo lo posible para retrasar la medida, respondiendo nuevamente con indiferencia. Alguno podrá pensar que es solamente para ahorrarse el dinero de la adquisición de las famosas cámaras, pero la suspicacia está ahí.

Aparte de las cámaras que la A.U.F. no quiere comprar, las medidas de
seguridad consensuadas se limitan a que la policía no esté más presente dentro de los estadios, dejando la represión de los desmanes y/o delitos a las guardias privadas de cada club organizador del partido. Guardias integradas, en muchos casos, por los propios (ex) barras bravas del equipo en cuestión.

Lo que nos lleva a la conclusión de que si el día de mañana concurro a un partido de fútbol uruguayo, tengo que suponer que van a protegerme esos guardias privados de que le peguen una paliza a un hijo mío (o a mí) por el delito, digamos, de tener una camiseta visitante o de que me manoseen a mi hija o de que, directamente, me afanen la billetera o el auto.

Algunos dicen que es la misma violencia que está instaurada en la sociedad, aunque uno aún puede ir -por ejemplo- al cine sin tener razonablemente temor de que otro vaya armado y le pida peaje en el baño. Otros -probablemente los mismos dirigentes que consiguieron minimizar las posibilidades de descontarle puntos a las instituciones que cometen violencia- que son unos pocos mientras que la mayoría es pacífica.

Si dentro de un estadio no rigen las mismas leyes que en el resto del país, no creo que dejen de crecer esos pocos violentos. Si nadie hace nada efectivo -y creo que para erradicar a la delincuencia hay que tratarlos como delincuentes y castigarlos como tales- no veo porqué las nuevas generaciones no van a seguir el camino del todo vale, si saben que hagan lo que hagan no les va a pasar nada.  

Habrá que cambiar la legislación. O la policía. O los dirigentes. O los periodistas cómplices. Quizás haya que esperar un lamentable aumento de muertes para que alguien tome medidas en serio. Pero por ahora, lo único que corresponde es no ir a una cancha, ya que no se sabe si se podrá volver. Porque si alguien quiere apalearnos (o algo peor) no habrá nadie que nos defienda. Ni que persiga a nuestros agresores. Sino, pregunténle al candidato ganador de las elecciones en Cerro.