Hay quienes le tienen miedo a la lectura de la impresionante “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust por su extensión (7 volúmenes). En cambio, otros creen que es una celebración acrítica y reaccionaria de la burguesía del siglo XIX. Ellos se lo pierden. Vuelvo a él con un fragmento del tomo 2 “A la sombra de las muchachas en flor” donde el narrador, que ha dejado de ser el niño del tomo 1, conoce las dificultades de entrar en el mundo de los adultos, incluyendo el amor. En este texto vuelve con su abuela al pueblo de Balbec donde alguna vez fue en su infancia y comienza a comprobar los desencuentros entre la realidad y la memoria.
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO:
2 – A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHAS EN FLOR (fragmento)
A cada momento nuestro tren se paraba en una de las estaciones que precedían a Balbec Plage, y hasta sus nombres (Incarville, Marcouville, Doville, Pont á Couleuvre, Arambouville, Saint.Mars le Vieux, Hermonville, Maineville) me parecían ahora cosa extraña, mientras que leídos en un libro no se me hubiese escapado que tenían alguna relación con lugares cercanos a Balbec.
Pero puede ocurrir que para el oído de un músico dos motivos compuestos materialmente de varias notas comunes quizá no ofrezcan ninguna semejanza sí difieren por el color de la armonía y de la orquestación. Y así, esos nombres tan tristes, hechos de arena, de espacios ventilados y abiertos, de sal, nombres de los que se escapaba su último elemento, ville como se escapa el vole final cuando se juega a Pigeon vole, en nada me recordaban esos otros nombres parecidos de Roussainville o Martinville; porque estos últimos los había oído pronunciar tan a menudo por mi tía mayor cuando estábamos en la sala, sentados a la mesa, que llegaron a cobrar cierto sombrío encanto, en el que acaso se confundían sabores de confitura, olor a fuego de leña y a papa de Bergotte y el tono pizarroso de la casa de enfrente tanto, que hoy, cuando se remontan como una burbuja del fondo de mi memoria, aún conservan su virtud específica a través de las superpuestas capas de ambientes distintos que hubieron de franquear para llegar a la superficie.
Eran pueblecitos que desde el montículo arenoso en donde estaban enclavados dominaban el mar lejano, bien recogidos ya para pasar la noche al pie de unas colinas de crudo color verde y de rara forma, como el sofá de una habitación de hotel adonde acabamos de llegar; componíanse de unos cuantos hotelitos, con sus juegos de tenis, y a veces de un casino, cuya bandera restallaba a impulso del viento fresco, ansioso y vacío, y me mostraban por vez primera sus huéspedes habituales, pero sólo en su exterior apariencia: jugadores de tenis con gorras blancas; el jefe de estación, que vivía junto a sus rosales y sus tamariscos; una señora con sombrero canotier, que, describiendo el cotidiano trazado de una vida que yo nunca conocería llamaba a su perro, que se había quedado atrás, y volvía a su chalet, donde ya estaba encendida la lámpara; y esas imágenes, tan extrañamente usuales y tan desdeñosamente familiares, heríanme en los sorprendidos ojos y en el nostálgico corazón. Pero aún sufrí más cuando nos apeamos en el hall del Gran Hotel de Balbec, frente a la escalera monumental imitando mármol, mientras que mi abuela, sin miedo a excitar la hostilidad y el desdén de las personas extrañas a cuyo lado íbamos a vivir, discutía las condiciones con el director, monigote rechoncho con el rostro y la voz llenos de cicatrices (en la cara, por la sucesiva extirpación de numerosos granos, y en el habla, por los diversos acentos que debía a su remota patria y su infancia cosmopolita), con su smoking de hombre de mundo y su mirar de psicólogo, que por lo general tomaba, a la llegada del ómnibus, a los grandes señores por miserables y a los tramposos por grandes señores.
Olvidándose indudablemente de que a él no le pagaban ni siquiera quinientas pesetas de sueldo, despreciaba profundamente a las personas para quienes quinientas pesetas, o .veinticinco luises, como él decía, eran una cantidad respetable, y las consideraba como pertenecientes a una raza de parias indignos del Gran Hotel. Sin embargo, en aquel Palace había personas que pagaban poco y a pesar de ello gozaban la estima del director, pero siempre que éste estuviera convencido de que si reparaban en gastos no era por pobreza, sino por avaricia. Porque, en efecto la avaricia en nada menoscaba el prestigio de un individuo, pues es un vicio, y como tal se da en todas las clases sociales. Y la posición social era la única cosa en que se fijaba el director, o, mejor dicho, los indicios de que se gozaba una posición muy elevada, como el no descubrirse al penetrar en el hall, llevar knickerbockers o abrigo entallado, o sacar un cigarro con sortija encarnada y dorada, de una petaca de tafilete liso, preeminencias todas éstas de que yo carecía. Esmaltaba su conversación comercial con frases selectas, pero empleadas a tuertas. Mi abuela, sin darse por molesta porque el director la escuchaba sin quitarse el sombrero y silbando, le preguntaba, con entonación artificial: ¿Cuáles son los precios?... ¡Ah!, muy caros para mi presupuesto; y yo, mientras; sentado en un banco, la oía, y me refugiaba en lo más hondo de mí mismo, esforzándome por emigrar hacia pensamientos de eternidad, por no dejar nada mío, nada vivo en la superficie de mi cuerpo insensibilizada como la de esos animales que por inhibición se hacen los muertos al verse heridos, con objeto de no sufrir tanto en aquel lugar, donde mi absoluta falta de costumbre se me hacía aún más sensible al ver lo muy acostumbrados que a él debían de estar esa dama elegante a quien el director testimoniaba su respeto permitiéndose familiaridades con el perrito que la seguía, aquel pisaverde que entraba, con su plumita en el sombrero, preguntando si no había cartas, y todas aquellas personas para quienes el acto de subir los escalones de imitación a mármol significaba volver a su home. Al mismo tiempo, unos señores que, aunque muy poco versados probablemente en el arte de recibir, llevaban el título de encargados de recepción. me lanzaban severamente la mirada de Minos, de Eaco y de Radamanto, mirada en la que se hundía mi alma desamparada como en desconocido abismo donde no tenía protección posible; más lejos, detrás de unos cristales, veíase a la gente sentada en un salón de lectura para cuya descripción me hubiera sido menester pedir a Dante, ya los colores con que pinta el Paraíso, ya los del Infierno, según pensara yo en la dicha de los elegidos que tenían derecho a entrar allí a leer con toda tranquilidad o en el terror que me causaría mi abuela si ella, tan despreocupada por este género de impresiones, me mandaba entrar en aquel salón.
Aun aumentó mi impresión de soledad al cabo de un momento. Como confesé a mi abuela que no me encontraba bien y que me parecía que tendríamos que volvernos a París, me dijo ella, sin protesta alguna, que iba a hacer unas compras, necesarias tanto en el caso de que nos quedáramos corno en el contrario (compras que, según luego averigüé, eran todas para mí, porque Francisca se había llevado muchas cosas que me hacían falta); yo, para esperarla, salí a dar una vuelta por las calles; tan llenas de gente estaban, que reinaba en ellas la misma calurosa atmósfera de una habitación; aun estaban abiertas algunas tiendas, la peluquería y una pastelería, donde tomaban helados los parroquianos, delante de la estatua de DuguayTrouin. Estatua que me causó tanto agrado como puede causar el verla en fotografía al pobre enfermo que hojea un periódico ilustrado en la sala de espera de un cirujano. Y al pensar que el director me había aconsejado aquel paseo por la ciudad a título de distracción, y que ese lugar de suplicio que a uno le parece toda nueva morada era para ciertas personas lugar de delicias, como decía el prospecto del hotel, que quizá exagerara, pero que indudablemente expresaba halagadoramente la opinión de la clientela, me asombré de la diferencia que existía entre las demás personas y yo. Cierto que el prospecto invocaba para atraer la gente al Gran Hotel, no sólo la .exquisita cocina y la vista ideal de los jardines del Casino, sino también .las leyes de Su Majestad la Moda, que no pueden violarse impunemente sin pasar por un beocio, a lo cual no quiere exponerse ninguna persona bien educada. Mi deseo de ver a mi abuela era muy grande, porque tenía miedo de haberle causado una desilusión. Debía de estar descorazonada con la idea de que si yo no podía resistir el cansancio habría que desesperar de que me pudiese sentar bien ningún viaje. Resolví volver al hotel a esperarla; el director en persona dió a un timbre, y un personaje que para mí era desconocido, llamado lift (y que estaba instalado en lo más alto del hotel, en un lugar correspondiente a la linterna de una iglesia normanda, como un fotógrafo en su estudio de cristales o un organista en su cámara), empezó a descender hacia mí con la agilidad de una ardilla casera, industriosa y domesticada. Y luego, trepando a lo largo de un pilar, me arrastró hacia la bóveda de la comercial nave del edificio. En todos los pisos veíanse al pasar escaleritas de comunicación que se desplegaban en abanicos de sombríos pasillos; una camarera pasaba con una almohada en la mano. Y yo ponía en aquellas caras, indecisas con luz crepuscular, toda mi apasionada ilusión, como un antifaz, pero leía en sus miradas el horror de mi insignificancia. Para disipar en el curso de la interminable ascensión la mortal angustia que me causaba el atravesar en silencio el misterio de aquel claroscuro sin poesía, iluminado tan sólo por una fila de vidrieras correspondientes a los water closet de los pisos, dirigí la palabra al joven organista, al autor de mi viaje y compañero de cautiverio, que seguía manejando los registros y tubos de su instrumento.
Me excusé por dejarle tan poco sitio, por la molestia que le daba, y le pregunté si no le incomodaba yo para el ejercicio de su arte; arte hacia el cual manifesté no sólo gran curiosidad, sino predilección, con objeto de lisonjear al virtuoso. Pero no me respondió, no sé si por la sorpresa que le causaron mis palabras, por la atención debida a su trabajo, por etiqueta, por sordera, por respeto al lugar en que estábamos, por miedo al peligro, por cortedad de inteligencia o por obediencia a la consigna del director.
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