A CINCUENTA AÑOS
DE LA EPOPEYA DE ESTOCOLMO
A riesgo de ser poco originales comenzaremos nuestra crónica con un: Parece que fue ayer.
Y es cierto. Parece que fue ayer. En un 20 de mayo como el de hoy pero de 1958, la celeste ‑esa celeste asombrosa que ha cimentado tantas hazañas a pesar de ser el estandarte de un país tan pequeñito y humilde‑ o quizás por eso mismo, inscribía lo que es, a nuestro entender, la más gloriosa de sus páginas gloriosas, aunque parezca difícil distinguir entre todas ellas.
Ese 20 de mayo inolvidable de hace hoy cincuenta años se enfrentaron en el estadio De la Reina en Estocolmo nada menos que los orgullosos británicos, los inventores del fútbol, que pasaban por su momento de mayor esplendor: James Watherson, Craig Hall, Kevin Wallace, el negro Anderson, el escocés Mc Allison. En el otro rincón como dirían los cronistas de boxeo, la modesta escuadra compatriota, discutida, que partió de Carrasco en medio de la indiferencia de la afición que no creía en ella.
El comienzo del torneo pareció darles la razón a los agoreros de siempre: se le ganó apenas a la inexperiente selección de Honduras 2‑0, pese al primitivismo futbolístico de los caribeños. Los muchachos uruguayos no supieron encontrar nunca la eficacia de su fútbol. Llegó el segundo partido de la serie, que implicaba mucho más riesgo, ya que se trataba del otro bicampeón mundial: Italia. Un afortunado avance en profundidad de Ramón del Pino ‑autor de los goles del partido anterior el centro atrás y el oportunismo del inolvidable Aníbal Rodríguez deter minó que a los 10 minutos del comienzo ya fuéramos ganando. Pero después los celestes sólo atinaron a defenderse, soportando desde ese momento el lógico asedio de los hombres de la península hasta los 18 del segundo tiempo en que resignan el empate y el punto, logrados por el excelente wing Malatesta del equipo italiano.
Sólo quedó como balance positivo en el desempeño de los nuestros, la seguridad bajo los tres palos del ramplense Martín Villalonga, uno de los que aportaron su veteranía; el rastrillaje expeditivo aunque sin preocuparse del destino del balón de Eugenio Oxobí; el trajinar incansable de Gerardo Arias, tan efectivo como en Racing y los piques endiablados de Manuel Duarte, generalmente desaprovechados por sus compañeros.
En el complemento, como era previsible, los franceses se tiraron con todo arriba. Los nuestros pudieron aguantar el chaparrón hasta los 20 en que empata el astro Fontaine. Trece minutos después parecía venirse la noche: otra vez el goleador con un remate de afuera del área ponía el 2‑1 para los galos, cifras que parecían definitivas. Pero nunca se puede decir eso con la garra charrúa. Luego de un comprensible desconcierto todo el equipo compatriota, con más amor propio que fútbol arrinconó a los europeos hasta que un zapatazo infernal del grandote Hermenegildo Abt forzó el alargue. En éste se repitió el esquema de los últimos minutos: los celestes atacando incansablemente oponiendo corazón a la técnica fría de su rival. A los cinco minutos del segundo alargue el loquito Duarte tomó un rebote luego de un corner y nos dio el pasaporte a los cuartos de final.
En estos nos tocó nada menos que la escuadra de la CBD con Gerson, De Souza y los ultrapromocionados jovencitos Garrincha y Pelé. Para peor, el mejor valor celeste ante los franceses, el Pocho Martino, se había lesionado y no sería de la partida. Uruguay, inteligentemente, planteó el juego que más le convenía, con marca fuerte y a presión, no dejando armarse al team auriverde en ningún momento. En el estadio sobrevolaba el fantasma de Maracaná y el terror dibujado en los rostros de la parcialidad norteña. Los minutos fueron pasando casi sin zozobras para nuestro arco, terminando la etapa inicial 0‑0, con un excesivo respeto de cada equipo al otro. En la segunda parte, Brasil se trajo un gol desde los vestuarios. Garrincha, el increíble gambeteador ‑casi un rioplatense‑ eludió nuevamente al Cacho Montero, levantó un centro que cabeceó el muchachito Pelé que sólo intermitentemente mostró su talento, Villalonga que no puede contener y Ze Mario convirtió la apertura del score.
Al reponer el balón, la verde amarelha parecía pintarle la cara al equipo compatriota, pero Arias y Abt comenzaron a dominar en el medio ganando cada pelota dividida apretando los dientes. Santiago Quintana, que había reemplazado a Martino, comenzó a alimentar los piques del Loco Duarte. Fue así que ante un centro de éste despejó un brasileño y Aníbal Rodríguez, de primera, fusiló a Paulinho, clavándola en el ángulo, dejando sin asunto al guardameta bayano.
Luego del empate, Ghigglia se hizo presente aunque no jugara y el terror pareció paralizar a los antes ágiles brasileros y así fue que un penal innecesario de Vilson, permitió al Cabeza Arias, con su seguridad habitual cuando la responsabilidad es muy grande, repetir aquel otro hazañoso 2‑1 dando un mentís a la cátedra.
A la final llegaron por un lado los ingleses que habían deslumbrado con su mezcla de fútbol pulido y efectivo, de fuerza y frialdad, oponiéndose a la escuadra oriental, que sin pergaminos y con pocos pesos de sueldo, había derrotado no sin esfuerzo a cuanto rival se le había enfrentado. Las apuestas eran 5‑1 para la gente de las islas, porque los apostadores daban por sentado que inflexiblemente el buen fútbol de los anglosajones debía superar a los "animals" que, sólo por "tarro" habían llegado a esta instancia.
Olvidaban los sabihondos que los uruguayos nos agrandamos en las difíciles y nunca perdimos una final. Que con esa misma humildad tenemos una economía próspera, igualdad de oportunidades, una cultura de la que surgieron grandes hombres a pesar de nuestra pequeñez y el menor índice de analfabetismo en todo el continente.
Nos imaginamos a los aficionados uruguayos apretujados en aquel momento en el living del vecino privilegiado del barrio que tenía esa novedad tecnológica llamada televisión. Si alguno de ellos llegó tarde al receptor ‑siete minutos tarde para ser exactos‑ creería que los otros lo cachaban cuando al preguntar el score, le respondieron que ganaban los británicos 3‑0.
Nadie sabía qué había pasado. En tan sólo siete minutos, tres ataques de los de la rubia Albion y tres goles. Todo parecía haber terminado. Parecía que Uruguay perdería por primera vez una final. Parecía imposible poder recuperarse. Parecía.
Los minutos pasaban y no dábamos pie en bola, estando más cerca Inglaterra del cuarto que nosotros del descuento. Recién a los 27 minutos una corrida solitaria de Abt permitió que los celestes llegaran por primera vez al área rival, pero sin peligro. Hasta que a los 40 minutos y hasta el final del primer tiempo, comenzó verdaderamente el asedio intentado lo imposible. Algunas jugadas ofensivas interesantes pero nunca hubo peligro de gol. Termina el primer tiempo con un gesto de impotencia en todos los compatriotas. O casi todos.
Para el segundo tiempo, Uruguay sigue en la misma tesitura, con el reloj como principal enemigo. Poco a poco, trabajosamente, comienzan las incursiones con peligro: a los 7 pega en el palo un cabezazo de Duarte; tres minutos más tarde, un centro que cruza toda la línea del arco sin que nadie la pudiera introducir. Tanta insistencia permite que al fin llegue el descuento: Del Pino elude a Anderson, a White y a la salida de Wallace le cambia el palo dejándola fuera de su alcance.
Una lucecita de esperanza prende en todos nosotros, pero la alegría duró demasiado poco: dos minutos después, Inglaterra que hacía casi cuarenta minutos que no atacaba, llega en un contragolpe fulminante a la cuarta conquista.
Todo parece en vano. Todo parece terminar. Quizás alguno apagó su televisor y se fue.
Pero se equivocaron los que pensaron que la celeste baja los brazos alguna vez. Luego de dejar pasar unos minutos para recomponer las líneas, comienza otra vez la lucha cuesta arriba. Quintana prueba reiteradamente a Wallace, Del Pino fuerza dos corners que no son aprovechados, la fuerza de Abt y, especialmente, Arias empujan ataque tras ataque. Los jas Labat y Mantero se tiran decididamente al ataque; Oxobí y el Chino Varela consiguen neutralizar los contragolpes ingleses. Hasta que a los 31 minutos, el aurinegro Lanzilotti, que había ingresado por el Loco Duarte para dar más seriedad al ataque, lanza un centro cruzado al segundo palo que permite el cabezazo de Abt para poner emoción en el partido. Los británicos comienzan a hacer tiempo, se refugian atrás, se cierran en la media luna. Uruguay que no puede eludir esa maraña de piernas y los minutos siguen pasando para sufrimiento de todos nosotros. Hasta que en el minuto 41 Craig Hall intenta restar una pelota que estaba boyando en el área chica pero no hace otra cosa que introducirla en su propio marco. Miles de personas, todo el Uruguay al borde del infarto, los de las islas tirándola afuera desesperadamente. Falta un minuto y los celestes que no traen peligro hasta que Aníbal Rodríguez remata forzado, el arquero Wallace que increíblemente no puede contener y Quintana que no tiene que hacer nada más que tocarla. Faltaban 30 segundos para el final y Uruguay lograba empatar y forzar el alargue.
Era muy difícil para los celestes, extenuados por el titánico esfuerzo de lograr la hazaña que era hasta ese momento. Los ingleses tenían la posibilidad de hacer correr la pelota. Durante el primer alargue, los nuestros, como era lógico, intentaron cuidar al máximo sus físicos, contener los avances del fútbol de toque y técnica de los del Reino Unido. Los minutos fueron pasando, ambos equipos especularon y así se llega al fin de la primera parte.
Ya era hazaña; los nuestros ya habían cumplido y nadie les hubiera reprochado nada si no hubieran podido ganar. Pero todos íntimamente mantenían la llamita encendida. No se iban a retirar sin haber derramado en el césped sueco hasta la última gota de sudor. En cada uno de ellos había un viril juramento de no permitir jamás que la Jules Rimet fuera de otras manos. Comienza el alargue final, el momento en el que sólo los elegidos pueden triunfar. Y a los cinco minutos todo parece terminar definitivamente. Mc Allison levanta un centro pasado, la defensa uruguaya no está todo lo atenta que debiera y permite que Anderson fusile a Villalonga, que no tiene nada que hacer en la oportunidad. Parece imposible sobreponerse a tanta adversidad. Cuando parece llegar a su objetivo la oncena compatriota se enfrenta a la oposición del Destino. El imperio colonial, el león británico se levanta orgulloso, ya paladea el primer sorbo de la copa. Pero no contaba con la reciedumbre, el valor intrépido de estos humildes leones celestes. Uruguay intenta pero no puede. El rival también juega. Los minutos se van. ¿Será posible que finalmente ganen ellos?. No, responden los héroes. Ganarán sea como sea. Cuando llegamos al minuto 13, que esta vez fue de suerte para los nuestros, otro desborde de esos inconfundibles de Ramón Del Pino que termina en un centro que rebota en el back Greenaway pero el oportunismo nunca tan oportuno ‑valga la redundancia‑ de Aníbal "Cholo" Rodríguez empata y asegura el pasaje a la instancia de los penales. Pero la celeste no puede ganar por casualidad; la garra charrúa ‑aún hoy discutida por ciertos señores académicos de esos que estudian mucho, pero que nunca fueron a la otra Universidad, a la Universidad de la calle, la garra charrúa decíamos, tenía mucho que decir todavía. Ya no había tiempo pero un trancazo de Abt con alma y vida, se la pasa al querido cabezón Arias, éste elude a uno, elude a otro, ingresa violentamente al área, amaga al golero que cobardemente le agrede, pero, pese a todo, el inolvidable, el malogrado cabezón Gerardo Arias, le pega con la derecha fracturada haciendo ingresar el esférico en el marco cuando apenas faltaba un segundo y fracción para terminar.
FIN